lunes, 8 de octubre de 2012

Del proceso de creación literaria

Escribir, visto desde fuera, puede parecer algo relativamente sencillo.

Está en la creencia de mucha gente, que aquellos que gozan del talento necesario para crear una historia a partir de una simple hoja en blanco, lo hacen de forma natural, sin mayor esfuerzo. A lo mejor en algún caso es así, pero como decía Lorca "si soy poeta por obra y gracia de Dios o del diablo, también lo soy por la técnica y el esfuerzo"; normalmente el proceso de creación literaria es absorbente, agónico, doloroso...

Pueden ocurrir dos cosas: o bien que te sientes delante de esa tan temida y odiada hoja en blanco, tratando de arrancar de tu mente alguna palabra o frase coherente, o bien que un argumento surja en tu cabeza, atrapándote por completo, como un parásito neuronal, de manera que no puedas pensar en otra cosa. Crece y crece, va tomando forma, alimentándose de tus recuerdos y experiencias aunque sea ajeno a ti, aislándote del mundo que te rodea hasta que consigues plasmarlo completamente, librándote por fin de él.

Pero lo peor, lo más asfixiante, sucede cuando tienes una historia, una buena historia, una gran historia. Conoces a los personajes, tienes el escenario, sabes a donde quieres llegar, pero te sientas delante de la puñetera hoja en blanco y no surge nada. Sin embargo, sigue en tu cabeza creciendo más y más, y tú la cuentas, y la gente te escucha diciéndote que la tienes que escribir, que es increíble. Cada vez le añades más detalles y te dicen: "estaría escuchándote toda la tarde". Pero después no escribes nada.

Aún puede empeorar, se te puede cruzar otra historia igual de buena, y ya no sabes que sobre que escribir. Claro que da igual, porque al final, nunca escribes nada.

Entonces, se preguntaran algunos ¿por qué escribir? porque para determinadas personas, intentar dejar de hacerlo, es como intentar dejar de respirar.

Me hacen mucha gracia determinados anuncios de cursos literarios, titulados " El gozo de escribir",  ¿gozo? ese no es escritor ni es nada.

Pero llega un día en el que por fin consigues acabar algo. Pese a todo, tienes un libro. Entonces viene lo peor, intentar publicarlo. Al principio cuentas las editoriales a las que se lo mandas, haces una lista y apuntas las fechas de envío. Llega un momento en el que pierdes la cuentas, la ilusión, y las ganas de remitir nada. Y dejas de hacerlo, dejas de enviar ejemplares de tu libro, por que para que, si la mayoría ni siquiera te dicen nada. La educación es un bien muy escaso, ¿tanto cuesta remitir una simple negativa?

La frustración no es una buena musa.

Hay quien te dirá que es igual, y que mientras tratar de publicar éste, que sigas con el siguiente libro, que todo llegara. Pero nada llega, y todo sigue igual. Y dejas de escribir porque ya no encuentras un motivo por el que hacerlo, y en ese otro trabajo que tienes, el alimenticio, el que te sirve para pagar las facturas te empieza a ir bien, y es peor... Luego alguien a quien conoces consigue publicar, y cuando lo lees te preguntas ¿cómo es posible que hayan publicado semejante truño soporífero y mi libro no vea la luz? ¿tan malo es? y la peor de las preguntas ¿será que verdaderamente no tengo talento? es el remate final.

Así que dejas que las historias fluyan por tu cabeza, creciendo y creciendo, pero sin salir de ahí. Y te sientes mal, sin saber por que.

Hasta que un día, en una conversación cualquiera, surge una chispa que hace que una vez más, cuentes una de tus historias, una de esas que pueblan tu mente y se alimentan de trocitos de tu alma, y como quiera que sea que los escritores de narrativa no somos más que cuentacuentos con ínfulas, modernos juglares al servicio de quien quiera oírnos, dejas que fluyan las palabras, y de repente alguien te dice: "Dios mío, estaría escuchándote toda la tarde", y en ese momento, descubres por que te encontrabas mal, porque habías dejado de respirar.