Las voces bajas de Manuel Rivas,
es el último libro que acabo de terminar. Narra la infancia del autor en su
Galicia natal.
La persona que me lo recomendó, mi madre, lo hizo muy entusiasmada, pero claro ella es de Lugo y tiene apenas 10 años más que el autor, por lo que había visto reflejada su niñez como en un espejo. A mi también me ha gustado, pero por motivos obvios, no tanto como a ella.
Manuel Rivas es de Coruña, y mi
madre de una aldea de la Mariña
lucense, sin embargo, si que he visto ecos comunes, en base por supuesto a los
recuerdos que me ha transmitido mi madre, ya que la Galicia rural que yo
conozco es ya de mediados de los 80 en adelante.
El título hace referencia a la
represión franquista, del hecho de como había conversaciones y datos que sólo
se transmitían con voces bajas. Probablemente a mi madre, hija de un
republicano (rojo, diría mi abuelo) habrá sido otro elemento le ha hecho
recomendar este libro a todo aquel que quiere escucharla.
Por mi parte, me ha descubiertos
elementos de la cultura gallega que aunque conocía, nunca había leído nada en
los que fueran citados. Habla Rivas de Celso Emilio Ferreiro, uno de cuyos
poemas está grabado en el muro de acceso al puerto de la cabeza de Concexo al
que pertenece la aldea de mi familia, de Rosalía de Castro, de Álvaro
Cunqueiro, y por supuesto de Castelao, al que tengo que reconocer que no he leído,
pese a que he crecido viendo una pequeña escultura de barro en casa de mis
padres, en la que se que puede leer la leyenda " a noso Castelao".
Otra cosa que me ha traído este
libro, es algo que siempre he medio recriminado a mi madre y abuela, y es que
por que no me enseñaron gallego. Lo entiendo y lo leo, pero no soy capaz de
hablarlo más allá de frases muy sencillas. Me parece una lástima, es una
hermosa lengua romance con muchísima Literatura de gran valor, que creo debería
ser parte de mi herencia cultural. Sin embargo, sólo me hablaron en castellano,
y el gallego que tengo en mi mente se lo debo a los veraneos y las
conversaciones con mis primos.
Creo que mañana voy a buscar por
las librerías, algún libro de Castelao, a ser posible en gallego, a ver que
encuentro.
También me ha hecho recordar un
relato breve que escribí hace años, como ejercicio de la Escuela de escritores, en
el que nos pedían que rememorábamos un recuerdo de infancia, se titula El mar:
El mar:
El viaje a Cangas de Foz era largo y pesado. En aquella época apenas
había autopistas y los viajes se hacían por interminables carreteras nacionales
con un solo carril en cada sentido. Las recuerdo llenas de lentísimos camiones,
de curvas, de baches y atravesando –creo yo– todos los pueblos, que tenían un
cincuenta por ciento más de semáforos que la media nacional.
Un buen día, normalmente a mediados del verano, mi madre me levantaba
bastante temprano anunciándome que nos íbamos de vacaciones; es decir, que nos
íbamos a Galicia. Mi padre hacía la maleta refunfuñando “nos va llover, seguro que nos va a llover, es que tu pueblo siempre
llueve, y si no nos llueve, estará nublado, no vamos a ir ni un solo día a la
playa… es que no sé por qué no vamos a Alicante como todo el mundo”.
Mi padre tenía por aquel entonces un R-18 sin radio, ni por supuesto aire
condicionado, ni cinturones de seguridad en los asientos de atrás, ni airbag, ni ABS, ni dirección asistida,
ni nada de nada; pero yo me acomodaba en el asiento trasero, solo para mí, y
era feliz. Llevaba siempre un cojín que me había hecho mi tía, al que había
puesto unos botones a modo de nariz y ojos y tejido mi nombre de manera que
formara una gran sonrisa. Solía tumbarme poniendo el cojín como almohada, y
dejaba que el traqueteo del coche me durmiera; cuando fui más mayor, cambié el
cojín por un walkman y millones de
cintas de casette.
La primera parte del viaje consistía en atravesar toda Castilla, con
todos sus pueblos, con sus respectivos semáforos. Mi padre le tenía especial
inquina a Medina del Campo porque decía que había un guardia de trafico que
daba preferencia a los del pueblo frente a los que iban por la nacional y el
atasco era permanente e infinito, es la fecha que cuando va por la autopista y
a lo lejos se ve Medina del Campo, se empieza a reír como un loco y dice “mira como voy ahora, mira como voy”.
Al cabo de dos horas de viaje, a mi padre había que darle conversación
porque las interminables rectas de Castilla le producen un sueño terrible al
volante.
A mi me encanta esta parte del camino. Me fascina el amarillo infinito de
la meseta, contemplar los campos de labranza a ambos lados de la carretera, las
tenues lomas en lontananza, las salpicaduras verdes y granates rompiendo los ocres,
dejando que la vista vuele sin ningún obstáculo hasta el horizonte.
Por fin pasamos Medina del Campo y continuamos viaje. Una provincia tras
otra, un pueblo tras otro, un castillo, un sin fin de castillos y una iglesia
románica, y otra, y otra, hasta que todos los lugares parecen el mismo. Y
vuelta al atasco, estamos ya en Tordesillas, a mi me encanta, mis padres lo
odian porque el coche se cala en la multitud de cuestas que jalonan todo el
municipio. Pero yo estoy muy lejos. Me basta mirar por la ventanilla para con
un poco de imaginación trasladarme a la Edad
Media , y deseo profundamente poder viajar en el tiempo.
Dejamos atrás Zamora. En León hace menos calor, pero para entonces yo ya
estoy tan mareada que me da todo igual. Habré vomitado tres o cuatro veces y
estoy deseando llegar a Astorga para poder bajarme del dichoso coche. Astorga
es parada obligatoria, si mi padre no compra mantecados luego no hay quien le
soporte el resto del camino, y yo aprovecho para estirar las piernas y tomar un
poco el aire. Hemos entrado en el camino de Santiago, desde ahora hasta llegar
a Lugo la presencia de peregrinos será algo constante.
Y vuelta al coche… los carteles que anuncian la proximidad de Las Médulas
nos indican que estamos en el Bierzo, donde el paisaje comienza a cambiar. Se
divisan los primeros árboles y los colores de la meseta dejan paso al verde
rabioso de la España
húmeda. Poco antes de subir el Puerto de Piedrafita, paramos a comer en
Valcarce, lo que no es sino una excusa para comprar cerezas (cosas de tener un
padre obeso), las venden en puestos ambulantes a la orilla de la carretera, que
hoy naturalmente han desaparecido.
Después de comer, (mis padres claro, yo no tengo estómago para nada) nos
disponemos a la ardua tarea del subir el puerto de montaña. Hoy día atravesar
el Puerto de Piedrafita es cuestión de unos minutos, la ingeniería ha ganado el
pulso a la naturaleza; gigantescos viaductos que destrozan el increíble paisaje
de uno de los lugares más bellos del planeta, permiten que la autopista siga
más allá de los profundos valles que otrora convirtieran a Galicia en uno de
los lugares más aislados de Europa. Pero los viaductos aún no existen, en su
lugar hay una comarcal inundada de curvas que baja a los valles para luego
volver a subir a las montañas. A mi padre se le cala mil veces el coche, es
imposible ir a más de 20 Km .
por hora, mi madre me empieza a contar que esa carretera es buenísima, que
cuando ella era pequeña había más curvas y mucho más cerradas, solo había un
carril para los dos sentidos y si te venía un coche de frente había que echarse
a mitad del campo, así que había muchos accidentes porque, claro, en las zonas
de desfiladeros mucha gente se había despeñado: “es más, si te asomas verás todavía los restos de la carretera antigua,
vamos, un camino de cabras”.
La curiosa caravana que tratamos de llegar a alguna parte la solemos
formar dos o tres coches, un carro con heno tirado por un burro (que además va
el primero y no suele tener nada de prisa) los peregrinos a Santiago que casi
van más deprisa que nosotros y, por supuesto, un camión. Para cuando llegamos a
Pereje todos estamos mareados, y mi padre jura y perjura que el año que viene
nos vamos de vacaciones a Alicante como todo el mundo.
Por fin entramos en Galicia por la provincia de Lugo; empieza a llover,
siempre. Mi padre le dice a mi madre que si en su puñetera tierra no la pueden
recibir de otra manera, y que en Alicante no llueve. Mi madre que pisar Galicia
y olvidársele el castellano es todo uno; le responde algo que no entiende, pero
yo sí, y nos reímos juntas.
El paisaje no puede ser más distinto. Los bosques sólo se abren para
dejar paso a pastos de un verde esmeralda tan intenso que hace daño a la vista.
Las vacas serán a partir de ahora otra constante en nuestro camino, mi madre
las señala y me empieza a enseñar a distinguir una vaca marela de una limusin.
Cuando llegue al pueblo, mi abuela se encargará de enseñarme a distinguir un
brote de patata del de un grelo, del de un nabo, a ordeñar…; todas esas cosas
que ella considera fundamentales y que los niños de ciudad no sabemos, porque
en la ciudad no sabemos nada.
Las imponentes murallas de Lugo nos hacen abandonar la carretera nacional
y entrar en la comarcal. A partir de ese momento habrá más carros que coches, y
sobre todo más vacas, tanto en el campo como en la carretera. En Villalba mi
padre para de nuevo para comprar queso de San Simón, lo hará a la ida y la
vuelta. Ya estamos en la recta final del camino; tenemos que darnos prisa para
que no se nos haga muy tarde o de lo contrario la niebla que cae junto con la
tarde nos hará más difícil el trayecto.
Al llegar al valle de Mondoñedo mi padre baja las ventanillas para que
entre el aire. Huele a menta, de una forma profunda y mareante. Casi sin
pensarlo mi padre detiene el coche en un pequeño saliente de la carretera y nos
bajamos a mirar, da igual cuantas veces lo hayamos visto. El valle, inundado
hasta el más mínimo de sus resquicios por millones de eucaliptos, forma un
óvalo perfecto. Un sin fin de ondulaciones hacen decrecer las suaves montañas
hasta llegar, en lo más profundo, al pueblo, del que pese a la distancia se
vislumbra su imponente catedral.
La catedral de Mondoñedo anuncia que nos acercamos a Cangas, aunque aún
hay que pasar por Lourenzá y Celeiro. Yo estoy cada vez más nerviosa porque se
abre ante mi todo un verano con mis primos corriendo libre por el campo, dando
un biberón hecho con un botellín de cerveza a los terneros recién nacidos,
bajando a la playa, oliendo las algas que se secan al sol, subiendo por las
rocas coger vígaros, zampeñas, pulpiños de roca…; a ser completamente libre,
con una libertad que nunca volveré a experimentar, ni tampoco mis hijos, porque
hoy día los coches impiden correr a los niños, porque tras la llegada de los turistas
está prohibido mariscar, porque ya casi no hay huertas, ni establos…, pero si
chalets de veraneantes que ni siquiera respetan las piedras de la arquitectura
popular.
Cuando la antigua carretera se aproximaba a Foz, había un punto concreto,
una casa gris con una gran hortensia azul en el lateral, en el que por primera
vez se divisaba el mar, un mar azul e intenso que ya no nos abandonaría el
resto del camino ni de las vacaciones, poco antes de llegar a ese punto mi
padre comenzaba a carraspear y cuando la primera brizna de azul llegaba hasta
su vista, gritaba a pleno pulmón
Y sabíamos que el verano siguiente volveríamos a Galicia.