domingo, 17 de febrero de 2013

Las voces bajas


Las voces bajas de Manuel Rivas, es el último libro que acabo de terminar. Narra la infancia del autor en su Galicia natal.

La persona que me lo recomendó, mi madre, lo hizo muy entusiasmada, pero claro ella es de Lugo y tiene apenas 10 años más que el autor, por lo que había visto reflejada su niñez como en un espejo. A mi también me ha gustado, pero por motivos obvios, no tanto como a ella.

Manuel Rivas es de Coruña, y mi madre de una aldea de la Mariña lucense, sin embargo, si que he visto ecos comunes, en base por supuesto a los recuerdos que me ha transmitido mi madre, ya que la Galicia rural que yo conozco es ya de mediados de los 80 en adelante.

El título hace referencia a la represión franquista, del hecho de como había conversaciones y datos que sólo se transmitían con voces bajas. Probablemente a mi madre, hija de un republicano (rojo, diría mi abuelo) habrá sido otro elemento le ha hecho recomendar este libro a todo aquel que quiere escucharla. 

Por mi parte, me ha descubiertos elementos de la cultura gallega que aunque conocía, nunca había leído nada en los que fueran citados. Habla Rivas de Celso Emilio Ferreiro, uno de cuyos poemas está grabado en el muro de acceso al puerto de la cabeza de Concexo al que pertenece la aldea de mi familia, de Rosalía de Castro, de Álvaro Cunqueiro, y por supuesto de Castelao, al que tengo que reconocer que no he leído, pese a que he crecido viendo una pequeña escultura de barro en casa de mis padres, en la que se que puede leer la leyenda " a noso Castelao".

Otra cosa que me ha traído este libro, es algo que siempre he medio recriminado a mi madre y abuela, y es que por que no me enseñaron gallego. Lo entiendo y lo leo, pero no soy capaz de hablarlo más allá de frases muy sencillas. Me parece una lástima, es una hermosa lengua romance con muchísima Literatura de gran valor, que creo debería ser parte de mi herencia cultural. Sin embargo, sólo me hablaron en castellano, y el gallego que tengo en mi mente se lo debo a los veraneos y las conversaciones con mis primos.

Creo que mañana voy a buscar por las librerías, algún libro de Castelao, a ser posible en gallego, a ver que encuentro.
 
También me ha hecho recordar un relato breve que escribí hace años, como ejercicio de la Escuela de escritores, en el que nos pedían que rememorábamos un recuerdo de infancia, se titula El mar:
 
        El mar:
El viaje a Cangas de Foz era largo y pesado. En aquella época apenas había autopistas y los viajes se hacían por interminables carreteras nacionales con un solo carril en cada sentido. Las recuerdo llenas de lentísimos camiones, de curvas, de baches y atravesando –creo yo– todos los pueblos, que tenían un cincuenta por ciento más de semáforos que la media nacional.
 
Un buen día, normalmente a mediados del verano, mi madre me levantaba bastante temprano anunciándome que nos íbamos de vacaciones; es decir, que nos íbamos a Galicia. Mi padre hacía la maleta refunfuñando “nos va llover, seguro que nos va a llover, es que tu pueblo siempre llueve, y si no nos llueve, estará nublado, no vamos a ir ni un solo día a la playa… es que no sé por qué no vamos a Alicante como todo el mundo”.
 
Mi padre tenía por aquel entonces un R-18 sin radio, ni por supuesto aire condicionado, ni cinturones de seguridad en los asientos de atrás, ni airbag, ni ABS, ni dirección asistida, ni nada de nada; pero yo me acomodaba en el asiento trasero, solo para mí, y era feliz. Llevaba siempre un cojín que me había hecho mi tía, al que había puesto unos botones a modo de nariz y ojos y tejido mi nombre de manera que formara una gran sonrisa. Solía tumbarme poniendo el cojín como almohada, y dejaba que el traqueteo del coche me durmiera; cuando fui más mayor, cambié el cojín por un walkman y millones de cintas de casette.
 
La primera parte del viaje consistía en atravesar toda Castilla, con todos sus pueblos, con sus respectivos semáforos. Mi padre le tenía especial inquina a Medina del Campo porque decía que había un guardia de trafico que daba preferencia a los del pueblo frente a los que iban por la nacional y el atasco era permanente e infinito, es la fecha que cuando va por la autopista y a lo lejos se ve Medina del Campo, se empieza a reír como un loco y dice “mira como voy ahora, mira como voy”.
 
 
Al cabo de dos horas de viaje, a mi padre había que darle conversación porque las interminables rectas de Castilla le producen un sueño terrible al volante.
 
A mi me encanta esta parte del camino. Me fascina el amarillo infinito de la meseta, contemplar los campos de labranza a ambos lados de la carretera, las tenues lomas en lontananza, las salpicaduras verdes y granates rompiendo los ocres, dejando que la vista vuele sin ningún obstáculo hasta el horizonte.
 
 
Por fin pasamos Medina del Campo y continuamos viaje. Una provincia tras otra, un pueblo tras otro, un castillo, un sin fin de castillos y una iglesia románica, y otra, y otra, hasta que todos los lugares parecen el mismo. Y vuelta al atasco, estamos ya en Tordesillas, a mi me encanta, mis padres lo odian porque el coche se cala en la multitud de cuestas que jalonan todo el municipio. Pero yo estoy muy lejos. Me basta mirar por la ventanilla para con un poco de imaginación trasladarme a la Edad Media, y deseo profundamente poder viajar en el tiempo.
 
 
Dejamos atrás Zamora. En León hace menos calor, pero para entonces yo ya estoy tan mareada que me da todo igual. Habré vomitado tres o cuatro veces y estoy deseando llegar a Astorga para poder bajarme del dichoso coche. Astorga es parada obligatoria, si mi padre no compra mantecados luego no hay quien le soporte el resto del camino, y yo aprovecho para estirar las piernas y tomar un poco el aire. Hemos entrado en el camino de Santiago, desde ahora hasta llegar a Lugo la presencia de peregrinos será algo constante.
 
 
Y vuelta al coche… los carteles que anuncian la proximidad de Las Médulas nos indican que estamos en el Bierzo, donde el paisaje comienza a cambiar. Se divisan los primeros árboles y los colores de la meseta dejan paso al verde rabioso de la España húmeda. Poco antes de subir el Puerto de Piedrafita, paramos a comer en Valcarce, lo que no es sino una excusa para comprar cerezas (cosas de tener un padre obeso), las venden en puestos ambulantes a la orilla de la carretera, que hoy naturalmente han desaparecido.
 
Después de comer, (mis padres claro, yo no tengo estómago para nada) nos disponemos a la ardua tarea del subir el puerto de montaña. Hoy día atravesar el Puerto de Piedrafita es cuestión de unos minutos, la ingeniería ha ganado el pulso a la naturaleza; gigantescos viaductos que destrozan el increíble paisaje de uno de los lugares más bellos del planeta, permiten que la autopista siga más allá de los profundos valles que otrora convirtieran a Galicia en uno de los lugares más aislados de Europa. Pero los viaductos aún no existen, en su lugar hay una comarcal inundada de curvas que baja a los valles para luego volver a subir a las montañas. A mi padre se le cala mil veces el coche, es imposible ir a más de 20 Km. por hora, mi madre me empieza a contar que esa carretera es buenísima, que cuando ella era pequeña había más curvas y mucho más cerradas, solo había un carril para los dos sentidos y si te venía un coche de frente había que echarse a mitad del campo, así que había muchos accidentes porque, claro, en las zonas de desfiladeros mucha gente se había despeñado: “es más, si te asomas verás todavía los restos de la carretera antigua, vamos, un camino de cabras”.
 
 
La curiosa caravana que tratamos de llegar a alguna parte la solemos formar dos o tres coches, un carro con heno tirado por un burro (que además va el primero y no suele tener nada de prisa) los peregrinos a Santiago que casi van más deprisa que nosotros y, por supuesto, un camión. Para cuando llegamos a Pereje todos estamos mareados, y mi padre jura y perjura que el año que viene nos vamos de vacaciones a Alicante como todo el mundo.
 
 
Por fin entramos en Galicia por la provincia de Lugo; empieza a llover, siempre. Mi padre le dice a mi madre que si en su puñetera tierra no la pueden recibir de otra manera, y que en Alicante no llueve. Mi madre que pisar Galicia y olvidársele el castellano es todo uno; le responde algo que no entiende, pero yo sí, y nos reímos juntas.
 
El paisaje no puede ser más distinto. Los bosques sólo se abren para dejar paso a pastos de un verde esmeralda tan intenso que hace daño a la vista. Las vacas serán a partir de ahora otra constante en nuestro camino, mi madre las señala y me empieza a enseñar a distinguir una vaca marela de una limusin. Cuando llegue al pueblo, mi abuela se encargará de enseñarme a distinguir un brote de patata del de un grelo, del de un nabo, a ordeñar…; todas esas cosas que ella considera fundamentales y que los niños de ciudad no sabemos, porque en la ciudad no sabemos nada.
 
 
Las imponentes murallas de Lugo nos hacen abandonar la carretera nacional y entrar en la comarcal. A partir de ese momento habrá más carros que coches, y sobre todo más vacas, tanto en el campo como en la carretera. En Villalba mi padre para de nuevo para comprar queso de San Simón, lo hará a la ida y la vuelta. Ya estamos en la recta final del camino; tenemos que darnos prisa para que no se nos haga muy tarde o de lo contrario la niebla que cae junto con la tarde nos hará más difícil el trayecto. 
 
 
Al llegar al valle de Mondoñedo mi padre baja las ventanillas para que entre el aire. Huele a menta, de una forma profunda y mareante. Casi sin pensarlo mi padre detiene el coche en un pequeño saliente de la carretera y nos bajamos a mirar, da igual cuantas veces lo hayamos visto. El valle, inundado hasta el más mínimo de sus resquicios por millones de eucaliptos, forma un óvalo perfecto. Un sin fin de ondulaciones hacen decrecer las suaves montañas hasta llegar, en lo más profundo, al pueblo, del que pese a la distancia se vislumbra su imponente catedral.
 
La catedral de Mondoñedo anuncia que nos acercamos a Cangas, aunque aún hay que pasar por Lourenzá y Celeiro. Yo estoy cada vez más nerviosa porque se abre ante mi todo un verano con mis primos corriendo libre por el campo, dando un biberón hecho con un botellín de cerveza a los terneros recién nacidos, bajando a la playa, oliendo las algas que se secan al sol, subiendo por las rocas coger vígaros, zampeñas, pulpiños de roca…; a ser completamente libre, con una libertad que nunca volveré a experimentar, ni tampoco mis hijos, porque hoy día los coches impiden correr a los niños, porque tras la llegada de los turistas está prohibido mariscar, porque ya casi no hay huertas, ni establos…, pero si chalets de veraneantes que ni siquiera respetan las piedras de la arquitectura popular.
 
Cuando la antigua carretera se aproximaba a Foz, había un punto concreto, una casa gris con una gran hortensia azul en el lateral, en el que por primera vez se divisaba el mar, un mar azul e intenso que ya no nos abandonaría el resto del camino ni de las vacaciones, poco antes de llegar a ese punto mi padre comenzaba a carraspear y cuando la primera brizna de azul llegaba hasta su vista, gritaba a pleno pulmón
 
 EL MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRR
 
Y sabíamos que el verano siguiente volveríamos a Galicia.

jueves, 14 de febrero de 2013

Los números decimales


Hola a todos,

Hoy quería compartir el artículo que salió publicado este domingo en el semanal de El País. Es, como no podía ser de otra manera de Almudena Grandes, esa gran autora que sabe sacar las mejores historias de los momentos más cotidianos.

Me parece que da, de una sóla pincelada, una visión muy clara de lo que ha ocurrido con toda una generación de españolitos.

Los números decimales, de Almudena Grandes:

Tardó algún tiempo en comprender lo que estaba pasando.
El encargado no le conocía de nada, pero una vieja amiga había conseguido conmoverle con su caso, una historia vulgar, intercambiable por las de otros miles de jóvenes de su edad, y que precisamente por eso le había afectado tanto. Llevaba mucho tiempo dejándose abrumar por los titulares de los periódicos como para no hacer nada. Se había indignado tantas veces que, cuando se le presentó una posibilidad de actuar, no lo dudó. Así había recomendado a aquel chico de 24 años que había dejado de estudiar antes de terminar la Secundaria para trabajar en la construcción y ganar durante algún tiempo mucho más dinero que su padre, luego sólo un poco más, después lo mismo, al final nada. Yo lo conozco desde que era pequeño, le había contado su amiga, y es muy bueno, serio, responsable, te lo digo de verdad, pero hace más de dos años que no trabaja y está desesperado…
Era el saldo de los pelotazos que habían arrancado a tantos estudiantes de sus pupitres”
Le hizo una entrevista y le gustó. A su jefa también le gustó, y decidió ponerle a prueba en un antiguo almacén de mercería del centro de Madrid, el universo en miniatura de cintas y botones, galones y cremalleras, hilos, y adornos, y encajes, que presume con razón, desde hace un siglo, de tener una representación significativa de todas las mercancías del ramo. Por esa razón, al enseñarle el depósito, el encargado le advirtió que el trabajo en la trastienda era exigente, complicado. Después le dio una bolsa con 20 gramos de plumas, le pidió que preparara 20 bolsas de un gramo y esperó. Aunque el aprendiz podía utilizar una balanza de precisión, él sabía que aquel encargo era mucho más difícil de lo que parecía. La mayoría de los aspirantes que le habían precedido habían logrado entregar 18, a veces 17, unos pocos 19 bolsas. Pero él llenó 20, ni una más, ni una menos, y siguió trabajando con la misma concienzuda disciplina, un afán de perfección que, después de las plumas, resistió la prueba de las lentejuelas, tan livianas, y la clasificación por tamaños o colores de toda clase de menudencias.
Entonces, el encargado respiró, convencido de que su protegido había hecho ya lo más difícil. Y el primer día que hizo falta una persona más en el mostrador fue a buscarle, le dio una calculadora, una libreta, le explicó que tenía que apuntar los precios en un papel, dárselo al cliente para que pagara en la caja, y se olvidó de él. Cuando la cajera le llamó un momento, después de cerrar, no entendió por qué no cuadraban los números. Ella tampoco acertaba a explicárselo. Los dos sabían que el problema tenía que estar en aquel chico, porque los demás empleados llevaban mucho tiempo trabajando sin contratiempos, pero ninguno de los dos lo dijo en voz alta. Tampoco habrían podido imaginar su causa, la confesión que el encargado le arrancó, con mucho esfuerzo, a un chico consumido por la vergüenza.
–Pues va a haber que echarle –sentenció la jefa.
–No, por favor –insistió él–. Dele otra oportunidad.
–Lo que le doy es una semana.
Porque aquel chico honrado, concienzudo, trabajador, no sabía sumar ni multiplicar con decimales. Eso, pensó el encargado, era el saldo de la bonanza económica española, de los años de las vacas gordas, los pelotazos que habían arrancado a tantos estudiantes de sus pupitres para ponerles entre las manos la manivela de una hormigonera. A él siempre se le habían dado mal las matemáticas y había dejado el instituto de mala manera, demasiado pronto, con demasiadas asignaturas pendientes. A mano era incapaz de calcular el precio de los pedidos y con la calculadora se ponía tan nervioso que se equivocaba la mitad de las veces. Lo siento, dijo al final. No, no lo sientas. Lo que tienes que hacer no es sentirlo, sino es ponerte a estudiar.
Tenía una semana, y no le dejaron desperdiciarla. Sus padres, la madre de su amiga, sus amigos, la cajera, el encargado, estuvieron siete días encima de él. No le dejaron aprovechar el tiempo libre para comer, ni salir a su hora, ni ver a sus amigos. Durante horas y horas, estuvo haciendo cuentas, resolviendo los problemas de los que dependía el supremo problema de su futuro. Vamos a ver, 7 corchetes a 0,30 la unidad, 4 metros de cinta de organza a 0,48 el metro y 12 botones a 0,80…
Ahora, cuando le ven despachar, acertar con las comas sin pararse a pensarlo, todos piensan que ha merecido la pena. Él, además, maldice el día en el que se le ocurrió dejar de estudiar.