martes, 21 de noviembre de 2017

Madrid y la polución:

Desde hace unos días en la ciudad de Madrid llevamos registrando unos niveles extremadamente altos de polución, que hacen que se esté activo el escenario 2 anticontaminación, es decir, no se puede circular a más de 70 km/h ni aparcar en horario y zona SER. Medidas que, aunque necesarias, no sé si son suficientes ¿por qué? porque son circunstanciales y no permanentes, a saber, en cuanto llueva o haga viento todo volverá a la normalidad, todo el mundo volverá a coger el coche, y de nuevo los que vivimos en la ciudad respiraremos un aire insano. Pero a nadie parece importarle realmente.

La que escribe estas líneas ha nacido y vivido siempre en la ciudad de Madrid, pero en Madrid, Madrid, vamos, en el centro, lo que hace que tenga callo en lo que a contaminación se refiere. Recuerdo de siempre las recomendaciones de no salir a correr cuando pasaba un tiempo prolongado sin llover, o las hojas de los parques recubiertas de un polvillo grisáceo. Pero nunca he tenido como ahora la sensación de respirar mierda pura, se palpa, se mastica, y ésto lo están respirando nuestros hijos. Pero a nadie parece importarle realmente.

Todos sabemos que la gran culpa la tiene el tráfico, por mucho que la industria del automóvil se empeñe en decir que sólo es responsable del 30% de la contaminación de la ciudad, y para ser más exactos, el tráfico que genera la gente que vive fuera de la ciudad. Y no es un tópico, no es algo manido, es la pura realidad. ¿ Por qué? porque tienen la puñetera costumbre de ir en coche hasta al baño, cuando los madrileños en nuestros trayectos por la ciudad cogemos el transporte público, salvo extrema y real necesidad (habrá excepciones por supuesto, pero es la gran realidad). Conozco a gente que se medio escandaliza cuando les digo que meto a mis hijos en el autobús (desde prácticamente su nacimiento), o que no cogen el autobús pese a tenerlo en la puerta de casa, porque nunca lo han utilizado, si tienen coche...

Tengo la circunstancia de tratar con mucha gente que vive fuera de Madrid, y su, como denominarla... insolidaridad, indiferencia, inmadurez inclusive, es pasmosa. Hoy un compañero de trabajo, residente en Rivas, me decía que hay que ver que el Ayuntamiento de Madrid cada está poniendo más incómodo el ir a Madrid en coche, no he podido por menos que decirle, que por supuesto, es que esa es la idea. A ver si nos vamos enterando todos.

A lo largo de mi vida he tenido que oír todo tipo de comentarios, desde un "Uff, paso, yo luego me voy a mi casa, y ahí os jodéis los de la capital" de otro vecino de Rivas (a ver si lo pasa es que os jode a vosotros vivir en el culo en el mundo), a "es que si nos lo ponen tan difícil ir en coche, no sé de que vais a vivir los madrileños" (si, es lo que tiene, que la ciudad vive sólo de la gente que viene en coche), u "hombre, no va a ser Madrid para los madrileños" (no, pero somos los que nos tragamos la mierda, y es nuestra ciudad, que se mantiene con nuestros impuestos, así que lo siento pero si, tenemos preferencia y derecho a no morir de cáncer de pulmón) pero el más habitual es "odio Madrid, no sé como puede nadie vivir ahí", pues eso, como os gustan tanto, a ver si empezáis a quedaros ya en vuestros puñeteros pueblos.

Pero por favor, no nos olvidemos del gran tópico, "tendrán que poner medios y mejorar el transporte público, ¿no?", evidentemente siempre hay cosas que mejorar, pero lo cierto es que Madrid tiene uno de los mejores sistemas de transporte público del mundo, por encima de muchas otras ciudades europeas, creedme, lo dice alguien que ha cogido el metro en Roma, Londres, Berlín, Paris... llegas a Madrid y besas el mapa del suburbano. ¿Qué es mejorable? sin duda, hace mucho que el metro de Madrid, no vuela, que se debería ampliar la red de cercanías y con ella los aparcamientos disuasorios, que ambos medios de transporte, junto con los autobuses, tuvieran mucha más frecuencia de paso en horas punta, que los autobuses, urbanos e interurbanos fueran no contaminantes, y sobre todo, que se rigieran con puntualidad inglesa.

A todo esto, quien estas líneas suscribe, defensora a ultranza del transporte público, va al trabajo en coche, ¿por qué? pues porque no me quedan más huevos. Y es que hay un problema muy habitual y que nadie parece ver, y es que el transporte público une los distintos barrios de la ciudad, y los municipios del extrarradio con la capital, es decir, se basa en un sistema de visión centípetra totalmente desfasado. Desde hace años se está produciendo una deslocalización de las empresas fuera de las grandes urbes, de manera que se ubican en municipios fronterizos, parques empresariales, polígonos industriales... zonas que no están en absoluto preparadas para acudir a ellas en transporte público, principalmente porque no lo hay o es claramente deficitario. Sinceramente no se debería permitir que se otorgaran licencias para construir grandes edificios de oficinas, si la zona no está dotada previamente de infraestructura suficiente, o  no hay un compromiso real de la Administración Pública de ponerlo en el futuro. El mejor ejemplo de ésto es la nueva sede de BBVA, que está provocando tales atascos que hasta está siendo motivo de estudio por el Ayuntamiento, y digo yo, la solución no sería poner una boca de metro o estación de cercanías cerca; es como la ciudad financiera del Santander, claro que ahí ya rizaron el rizo y pusieron el metro ligero, es que algo así como, venga vamos, me hago la vuelta a la Comunidad de Madrid hasta que consigo llegar al trabajo. Señores de la Administración, que para que el transporte público sea útil, lo primero de todo tiene que ser accesible y ágil, en el sentido de que no tiene mucho sentido que de más vueltas que una peonza, y se tarde media mañana en llegar del punto A al B, porque entonces la gente coge el coche.

En mi caso si quisiera ir al trabajo en transporte público tardaría dos horas en ir y dos horas en volver, frente a 20 minutos en coche ¿lo ponemos en una balanza?

Así ocurre, que en los últimos grandes episodios de contaminación, ésta llegó hasta Alcorcón, Coslada y Majadahonda, porque claro, no le puedes decir a la polución, mira no que es que aquí acaba el término municipal de Madrid, de este punto kilométrico no pases, porque va ser que no va a hacer mucho caso. Y eso es algo que a mucha gente no parece importarle realmente.

Luego está el otro problema que sufrimos muchas personas, la inaccesividad física al transporte público. Me explico, cuando se va con un carrito de niño se puede subir a los autobuses de la EMT (siempre que no haya otro carrito dentro), si, pero es difícil abarcar toda la ciudad en autobús, es más, con niños pequeños puede ser la aventura del Poseidón (yo tendría que coger tres autobuses para ir a Sol desde mi casa), y en el metro gran parte de las estaciones no tienen ascensor, es cierto que muchas madres y padres se la juegan bajando y subiendo los carritos por las escaleras mecánicas, pero a mi personalmente me da pavor. Desde que soy madre estoy obsesionada con las barreras arquitectónicas, realmente no te das cuenta hasta que no lo sufres, pero lo malo es que lo mío es pasajero, pero las personas en silla de ruedas lo sufrirán toda la vida.

Por todo ello, me parece absurdo tener protocolos anticontaminación para escenarios determinados, en lugar de medidas permanentes. Como una vez oí a un periodista decirle a Gallardón cuando era alcalde, no se puede estar pendiente de que llueva, porque la danza de la lluvia no es una opción tangible.

Que esa es otra, están los embalses al 37%... nos veo como en Mad Max.

¿Y qué haría yo? pues sin ser ni mucho menos una experta en la materia, tomaría las siguientes medidas:

  1. Prohibir la circulación en la ciudad de Madrid a los coches más contaminantes, sean de residentes o no. 
  1. Hacer de todo el distrito centro, una gran APR (bueno, esta medida ya está en marcha), y estudiar ampliarla a otros distritos, como Salamanca o Retiro, aunque si que creo que estas medidas deben ir acompañas de la construcción de más aparcamientos para los no residentes, ya que sería el único punto al que podrían acceder de la zona, y la casuística de las personas y sus necesidades pueden ser muy variadas. 
   Para quien no lo sepa, las APR son las áreas de prioridad residencial, cuyos accesos están controlados por cámaras de seguridad, de manera que sólo pueden acceder los residentes, o los no residentes única y exclusivamente si se dirigen a      un aparcamiento. Actualmente son APR los barrios de Ópera, Cortes, Embajadores y Letras.

  1. Poner un peaje de acceso a la ciudad a los no residentes. 
  1. Ampliaría la red de metro y cercanías, así como los aparcamientos disuasorios. Todavía hay barrios en la capital sin metro, y municipios grandes sin cercanías. 
  1. Mejoraría, y mucho, la accesibilidad al transporte público para las personas con movilidad reducida. 
  1. Cambiaría toda la flota de autobuses urbanos e interurbanos por otros no contaminantes. Estudiar la posibilidad de exigirlo también a taxis y VTC. 
  1. Ampliar los puntos de recarga para vehículos eléctricos. 
  1. Mejoraría la frecuencia de paso de autobuses, metro y cercanías en horas punta. 
  1. Tenemos que tener un transporte público ágil y eficaz, para ello, deber ser realmente puntual, y rápido, lo que llevaría a estudiar la actual red para detectar sus carencias, las vueltas de peonza no tienen mucho sentido. 
  1. Crearía una tarjeta como el SER, para aquellas personas que necesite usar el coche para trabajar, ojo, no para ir a trabajar, sino para desarrollar su actividad laboral, ya sea por cuenta ajena o propia. Algo parecido a la tarjeta para industriales, pero ampliada a turismos, con más horas de aparcamiento por día, y siempre limitada a vehículos que no superaran un determinado índice de emisiones. 
    Como supongo mucha gente lo no sabrá, los vehículos industriales tienen la posibilidad de obtener una tarjeta que les permite aparcar en zona azul durante 6 horas al día.

  1. Exigir a las empresas con más de 50 trabajadores la elaboración de un plan de movilidad. 
  1. No permitir la creación de espacios empresariales en zonas sin transporte público, o sin perspectivas de tenerlo en un futuro, o que aún teniéndolo éste sea claramente deficitario. Revisaría las existentes, y volviendo a la medida 4, actuaría sobre éstas. 
Todo ésto no se me ha ocurrido de repente, está muy pensado y meditado, y es que nada me haría más ilusión en esta vida que ser la alcaldesa de mi querida Madrid (aunque muchas de las cosas que indico, dependen de la Comunidad de Madrid), porque eso es precisamente lo que le hace falta a esta ciudad, dejar aparte los intereses partidistas, y ser dirigida por gente que realmente la ame.

lunes, 13 de febrero de 2017

Un apartamento en La Latina

Dejo aquí mi pequeño homenaje a uno de los escritores del S. XX que más me gustan, Truman Capote (si, Capote, no el puñetero Salinguer ni el odioso Carver). Es mi particular y madrileña versión de Desayuno de Tiffany´s.

Un apartamento en La Latina:

Me gusta volver a los lugares en los que he vivido, es como una experiencia de introspección personal dentro de mi propia historia. Mi lugar favorito está en La Latina, junto al Mercado de La Cebada. En realidad, solo es un viejo edificio con la fachada gris por la contaminación. Yo vivía en el tercer piso, en un minúsculo apartamento de apenas 30 metros cuadrados, con una sola habitación que hacía las veces de salón y dormitorio, cocina americana y un minúsculo cuarto de aseo. Sin embargo, era mi primera casa como adulto independiente, y es la fecha que no puedo evitar acordarme de aquel pisito con cierta nostalgia. Muchas veces, cuando paseo por el centro de Madrid y vuelvo a pasar de forma inconsciente por las casas en las que he vivido,  siempre me paro a contemplar ese pequeño balcón que se asoma a la Plaza de La Latina.

Justo enfrente del que era mi portal, al lado de la boca del metro, hay un bar. No es muy elegante, ni muy nuevo, ni siquiera demasiado limpio, pero sirven sin duda alguna los mejores boquerones en vinagre de todo Madrid. Cuando vivía en mi pisito, solía ir todas las tardes a tomar un pacharán y charlar con Tomás, el dueño. Ambos teníamos muchas cosas en común, nos gustaba revolver en el Rastro, o “remanar” como diría un catalán, ir al teatro, una buena charla en la barra de un bar…;  y sobre todo nos gustaba Ana.

Aún ahora, durante alguno de mis habituales paseos entro y me tomo un pacharán con Tomás, como si el tiempo no hubiera pasado. Solemos arreglar el mundo, incluso algunas veces estamos lo bastante borrachos como para hablar de Ana. El inicio siempre es el mismo, la eterna pregunta: qué habrá sido de ella. Ninguno hemos vuelto a tener noticias suyas en todos estos años.

Recuerdo el momento exacto en el que la conocí. Era la primera noche en mi recién estrenado estudio, y con la emoción me había costado bastante conciliar el sueño. Cuando por fin empezaba a dormirme, alguien tocó el timbre del telefonillo.
– ¿Sí?
–Oiga, amigo, ¿me puede abrir?, es que me he dejado las llaves en alguna parte.
–Primero, no son horas de llamar a casas ajenas, y segundo no la conozco de nada así que olvídese de que la abra el portal.
–Oh, vamos no sea así, soy su vecina de arriba, me llamo Ana y estoy segura de que nos vamos a llevar la mar de bien.
–Pero que demon…
–Déjese de maldecir y abra de una vez, que hace frío; ¿es que no sabe qué hora es? no son horas de que una muchachita decente ande sola por la calle.

Pensé que no era tan muchachita si andaba a esas horas sola por la calle; pero lo cierto fue que sus argumentos me hicieron gracia, así que abrí. Me puse el albornoz y las zapatillas y salí al descansillo, muerto de curiosidad. Así fue como vi a mi nueva vecina por primera vez mientras subía las escaleras; tendría unos veinte años, aunque parecía mayor, pintada y arreglada en exceso, con ropa demasiado cara para una chica de su edad. Se paró ante mí.
–Muchas gracias, vivo justo encima de usted, en otro miniminúsculo piso como el suyo. ¿Quiere subir y tomar algo?, es lo menos que puedo hacer por haberle sacado de la cama.

Estaba bastante perplejo ante el desparpajo de quien decía ser mi vecina, y no pude por menos que acompañarla hasta el piso de arriba, sin darme siquiera cuenta de que seguía en pijama y zapatillas.

El apartamento de Ana era exactamente igual al mío, salvo por un curioso detalle, el único mueble era una cama de matrimonio.
– ¿Dónde están sus cosas?
–Así es más práctico, no pienso quedarme mucho en este lugar, y además así no limpio el polvo y es la mejor manera de que no te rompan nada en las fiestas.
– ¿Fiestas?
–Sí, no se preocupe que está invitado. ¿Whiskey?

De repente, tuve el presentimiento de que había cometido un gran error, que se abría ante mí una horrible perspectiva de noches en vela.
–Dígame, ¿a qué se dedica?
–Soy actor, o por lo menos lo intento.
–No me diga, que terriblemente interesante, y ¿en qué está trabajando ahora?
– En nada.
–Ah, que profesión más curiosa, me encantaría verle algún día.
–Pues ya la avisaré. Y usted, ¿a qué se dedica?
–Soy relaciones públicas de varias discotecas.
–¿Y eso da para vivir?
–Según como te organices, pero es sólo hasta que me case.
–Enhorabuena, ¿cuándo es la boda?
–Gracias, aún no lo sé, ni sé quién es el novio; pero tranquilo que tarde o temprano pescaré a un buen partido que ande despistado y hala, a retirarme.

Mi cara de perplejidad debía ser considerable, así que para disimularla decidí que lo mejor era irme a mi casa y dejar de tomar copas a horas intempestivas en casa de locas jovencitas.

Sin embargo, de una manera increíblemente natural, durante los siguientes meses Ana se convirtió en un personaje habitual en mi vida. Solía olvidarse las llaves una media de dos o tres veces por semana, siempre de madrugada o a primera hora de la mañana, y las noches que no lo hacía era porque la juerga estaba montada en su propia casa; es decir, justo encima de mi cama. Lo peor era que cada vez que intentaba quejarme acabada con una copa en la mano y bailando hasta el amanecer con la más fea de todas sus amigas; de hecho, más de una vez desperté al día siguiente en el suelo de su salón.

Justamente uno de esos días en los que dormí en el suelo de su casa me llamaron para una suplencia. Era verano y, gracias a que estaban las ventanas abiertas, el pitido del contestador automático a través del patio de vecinos me devolvió al mundo de los lúcidos. Literalmente me tiré escaleras abajo, seguido muy de cerca por una Ana somnolienta que no paró de saltar a mi alrededor hasta que accedí a que me fuera a ver al teatro. Al finalizar la representación me estaba esperando a la salida, le había gustado mi actuación y quería agradecerme la entrada, y para mi sorpresa me invitó a comer al día siguiente. Creo que hasta ese momento nunca la había visto por el día.

A aquel primer encuentro diurno siguieron otros, siempre nos despedíamos con un nuevo plan. Paseos por el Retiro, cine en la Gran Vía, aperitivo en Casa Labra, e invariablemente terminábamos en el bar de Tomás, charlando los tres animadamente en la barra. Cuando salíamos a la calle, yo para volver a casa, ella para reunirse con quien fuera que hubiera quedado esa noche, se detenía un instante, miraba a su alrededor, cerraba los ojos, los volvía a abrir y me decía:
–Me encanta este lugar.
–Tiene encanto, sí.
–Sabes, creo que un lugar así nada malo puede ocurrirnos.

Pero todo acabó cuando por fin encontró a su buen partido despistado. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, moreno, se podría decir que apuesto, muy elegante; y sobre todo con una envidiable posición, era el agregado cultural de la embajada de España en Tokio y, como era de esperar, fue presa fácil para Ana.

Se habían conocido en una de las discotecas para las que trabajaba, a través de unos amigos comunes, creo, y en tan solo un par de semanas anunciaron su boda. Ana se compró unos DVD para aprender japonés y se dispuso a embalar sus pocas pertenencias. La última vez que la vi, los tenía puestos mientras hacía las maletas.
–Cuando empiece a dormir todas las noches de un tirón, no me lo voy a poder creer.
–Sí, ahí es cuando empezarás a echarme de menos. Konichigua.
–Ya te echo de menos.
–Y yo –dijo con la mirada perdida mientras repetía arigato.

No volvimos a vernos. Supe por Tomás que finalmente la boda no se había celebrado. Al parecer, al arreglar los papeles para el visado a Japón, donde se iba a celebrar la boda, su prometido descubrió que en realidad se llamaba Floriana, y le pareció un nombre tan poco chic que decidió romper el compromiso. Claro que a Ana le dio igual, puesto que estaba a punto de fugarse a Roma con el sobrino de su novio.

Al cabo de unos meses recibí una postal del Coliseum, en la que Ana me decía que se sentía feliz, que echaba de menos nuestros paseos por Madrid, que le diera recuerdos a Tomás y que me volvería a escribir.


                                                                                     A Truman Capote.

Cosas en común

Recientemente publiqué aquí un ejercicio de clase, de los que hice en la Escuela de Escritores, y hay quien me ha dicho que por qué no colgaba más relatos en el blog, así que aquí os dejo un relato cuyos escenarios sé que a algunas personas les van a resultar muy familiares.

Cosas en común:
                                                                                        A las N. Kinney.

Supongo que había muchas cosas que nos hacían diferentes, pero había más que nos unían. Y por encima de todas ellas estaba que nos gustaba la noche, o mejor dicho, nos gustaban nuestras noches. Cada fin de semana la ciudad se nos antojaba nuestra; enorme, vibrante, plagada de opciones, de oportunidades, de vida,… de nuestra vida.

Era todo un ritual. Los del grupo quedábamos relativamente pronto, en alguna boca de metro, para ir a cenar algo a un restaurante barato aunque de moda, o a algún eterno clásico de Madrid o simplemente a tomar unas tapas en cualquier bar. Tras pedir, y ya con la primera caña o vino en la mano, nos poníamos rápidamente al día respecto a lo sucedido en nuestras vidas cotidianas durante aquella semana, como si quisiéramos pasar de puntillas por todo lo que fuera corriente u ordinario, porque a partir de ese momento nada podía serlo. Éramos jóvenes, éramos guapos y, lo que es más importante, éramos dioses por unas horas.

Tras la cena, visita obligada al Quiet Man. Allí, tranquilos, despacio, una primera copa mientras charlábamos, después, pululando por la zona otra copa en otro bar, luego otra, un baile, otro pub… siempre juntos y sin parar de reír. A lo largo de los años habíamos ido agotando las diferentes zonas de copas de la ciudad, Malasaña era la que más se nos resistía al aburrimiento. Tal vez fuera la gente, la variedad de bares o muy probablemente la cercanía a una discoteca de la Plaza de Vázquez de Mella, en la que acababan la noche los que no se habían retirado acompañados con anterioridad.

Cuando me paro a pensarlo, ahora me doy cuenta de lo curioso de la situación, unos amigos que todos los fines de semana acaban la noche en una discoteca de Chueca, sin ser ninguno gay. Sin embargo, la música era buena, no estaba muy lleno, tenían guardarropa y abría hasta altas horas, el sitio perfecto. Tenía dos plantas. Siempre subíamos a la segunda, donde no se podía fumar, y ocupábamos nuestra esquina, justo entre el final de la barra y la pista de baile; allí permanecíamos bailando hasta la hora del cierre. Llegó un momento en el que nos conocían los camareros, el portero y la mayoría de los parroquianos habituales.

Al principio el cambio fue apenas perceptible; y antes de que nos diéramos cuenta, ya nada era igual. Poco a poco las caras que nos rodeaban fueron cambiando, haciéndose más y más jóvenes, dejamos de encontrarnos con gente conocida por los bares, comenzamos a estar aburridos y cansados y a llegar cada vez más pronto a casa. El día que Rosa nos anunció que salía con un compañero de la oficina fue el detonante del fin. No sabría decir si fue que nos estábamos haciendo mayores, que necesitábamos un cambio, o que el novio de Rosa, un chico procedente de un barrio obrero, pero increíblemente conservador, no quería mezclarse unos trasnochadores natos que invariablemente terminaban sus noches en una discoteca de ambiente. Quién sabe, el caso fue que tuvimos una baja definitiva, a la que siguieron otras muchas aquejadas de lo nos dio por llamar el síndrome ‘parejil’.

Las noches se volvieron más cortas y los días más largos. Al principio, Julio y yo, los eternos, seguimos como si nada, pero la fórmula magistral ya no resultaba y parecía que se imponía en nuestras vidas un cambio de escenario que nos resistíamos a aceptar. Empezamos a hacer planes impensables para nosotros, como quedar un domingo a tomar café después de comer e ir al cine, o ir al rastro, a una exposición, al teatro…; hasta dormíamos.

Sin embargo, el día que saltaron todas las señales de alarma fue cuando nos enteramos que algunos de nuestros amigos iban a ser padres. Definitivamente nos habíamos quedado descolgados, así que comenzamos a buscar alternativas.

Los compañeros de trabajo de Julio solían salir de cañas los jueves, y nos unimos al grupo a la expectativa de descubrir que salía de aquello. Durante varias semanas pareció irnos bien; sin embargo, notábamos como Carlos, uno de contabilidad, nos miraba raro. En un principio pensamos que tal vez se debía al hecho de ver a un chico y una chica que solo son amigos, no era la primera vez que nos ocurría, no sé muy bien por qué su actitud me hacía desconfiar de él. Lo comenté con Julio, quien se limitó a reír.

Hubo un día, en el que las cañas se alargaron más de lo debido, nosotros fuimos los últimos en irse a casa. Carlos más tarde declararía ante el juez que la culpa fue del alcohol, que no quería hacerlo, que todo había sido como un sueño…; pero no lo fue. Sólo fue un segundo. En el poco tiempo que tardamos en cambiar de bar, Julio y Carlos desaparecieron de mi lado, me di la vuelta y desanduve el camino para buscarles. Los encontré discutiendo vivamente, ambos tambaleantes
– ¿Qué, tú y tu amiguita habéis terminado de humillarme?
– ¿De qué hablas?
–Lo sabes muy bien.
–No, tío no tengo ni idea, así que déjate de paranoias y tira, que nos estamos quedando atrás.
–Tú y yo no vamos a ninguna parte –Carlos empujó a Julio de forma tan brusca que éste se tambaleó.
–Oye, ¿qué pasa aquí? –intervine yo–, ¿se puede saber de qué va esta escenita?
–Éste –dijo Julio, señalando a Carlos– que no sé qué mosca le ha picado. Se ha puesto a insultarme así sin más y en medio de la calle.
–Venga, va, hemos bebido mucho y os ha sentado mal, nos vamos para casa y asunto terminado – dije yo mirando a Carlos.
–De eso nada, me tenéis harto vosotros dos.
–Vamos a ver, ¿se puede saber qué narices te hemos hecho? –preguntó Julio.
–Te repito que lo sabéis perfectamente, dejad de haceros los tontitos conmigo que no cuela – dijo Carlos, cada vez más agresivo.
–Chicos, de verdad, lo mejor es que nos vayamos –insistí yo.
–De aquí no se va nadie –Carlos rompió el botellín de cerveza que tenía en la mano contra la pared–, vamos a terminar con éste asunto de una vez por todas.
– ¿Qué asunto? –dijo Julio, visiblemente asustado–. Mira, si te hemos hecho o dicho algo que te ha podido ofender, lo sentimos. –Yo asentí con la cabeza–. De veras que lo sentimos, te aseguro que no ha sido con mala intención.
–Que no, ja, entonces por qué venís todos los jueves, ¿eh? –dijo Carlos moviendo la botella rota en el aire.
–Porque sí –afirmé yo, mientras trataba de marcar el número de la policía en el móvil sin que lo notara–, para tomarnos algo y echarnos unas risas, sin más.
–Claro, para reíros de mí, y cuando os hayáis divertido lo suficiente entonces me descubriréis ante todo el mundo.

Julio y yo nos miramos.
–Tío, no tenemos nada que descubrir, porque no sabemos que coño te pasa, joder, ni que llevaras una doble vida. ¿Qué pasa, que no quieres que contemos que te llevas folios de la ofi o qué? – dijo Julio.
–El LP –dije mirando a Carlos, no sé cómo no nos habíamos dado cuenta antes–. Tío, tú eres un habitual del LP. Ostras, no sé cómo no me di cuenta antes de que te conocía de algo.
– ¿Era eso? –dijo Julio con cara de asombro–, ¿no querías que le dijéramos al resto que te conocíamos de vista de una discoteca?, valiente tontería.
–Tontería lo será para ti, y como digas algo…

Carlos no terminó la frase. Se abalanzó sobre Julio cayendo encima de él y, según declararía más tarde, sin darse cuenta de que aún tenía en la mano la botella rota. Julio falleció unas horas más tarde, los médicos no pudieron parar la hemorragia que le produjo el corte en el cuello con el que Carlos trataba de acallar lo que para él era su terrible secreto.

Supongo que durante años hubo muchas cosas que nos unían, pese a aquellas que nos diferenciaban. O al menos así fue hasta que terminamos de hacernos mayores; unos más tarde que otros, algunos de forma más traumática.





viernes, 3 de febrero de 2017

El mar

Recientemente he leído una noticia en el periódico relacionada con el lugar en el que nació mi madre, la Mariña lucense, y ha venido a mi memoria un ejercicio que realizamos en la Escuela de Escritores, en el que teníamos que narrar un viaje, y yo precisamente conté los viajes de mi infancia a este lugar.

No sé por qué me apetece compartirlo, aunque sólo sea un ejercicio de clase.

El mar:

El viaje a Cangas de Foz era largo y pesado. En aquella época apenas había autopistas y los viajes se hacían por interminables carreteras nacionales con un solo carril en cada sentido. Las recuerdo llenas de lentísimos camiones, de curvas, de baches y atravesando –creo yo– todos los pueblos, que tenían un cincuenta por ciento más de semáforos que la media nacional.

Un buen día, normalmente a mediados del verano, mi madre me levantaba bastante temprano anunciándome que nos íbamos de vacaciones; es decir, que nos íbamos a Galicia. Mi padre hacía la maleta refunfuñando “nos va llover, seguro que nos va a llover, es que tu pueblo siempre llueve, y si no nos llueve, estará nublado, no vamos a ir ni un solo día a la playa… es que no sé por qué no vamos a Alicante como todo el mundo”.

Mi padre tenía por aquel entonces un R-18 sin radio, ni por supuesto aire condicionado, ni cinturones de seguridad en los asientos de atrás, ni airbag, ni ABS, ni dirección asistida, ni nada de nada; pero yo me acomodaba en el asiento trasero, solo para mí, y era feliz. Llevaba siempre un cojín que me había hecho mi tía, al que había puesto unos botones a modo de nariz y ojos y tejido mi nombre de manera que formara una gran sonrisa. Solía tumbarme poniendo el cojín como almohada, y dejaba que el traqueteo del coche me durmiera; cuando fui más mayor, cambié el cojín por un walkman y millones de cintas de casette.

La primera parte del viaje consistía en atravesar toda Castilla, con todos sus pueblos, con sus respectivos semáforos. Mi padre le tenía especial inquina a Medina del Campo porque decía que había un guardia de trafico que daba preferencia a los del pueblo frente a los que iban por la nacional y el atasco era permanente e infinito, es la fecha que cuando va por la autopista y a lo lejos se ve Medina del Campo, se empieza a reír como un loco y dice “mira como voy ahora, mira como voy”.

Al cabo de dos horas de viaje, a mi padre había que darle conversación porque las interminables rectas de Castilla le producen un sueño terrible al volante.

A mi me encanta esta parte del camino. Me fascina el amarillo infinito de la meseta, contemplar los campos de labranza a ambos lados de la carretera, las tenues lomas en lontananza, las salpicaduras verdes y granates rompiendo los ocres, dejando que la vista vuele sin ningún obstáculo hasta el horizonte.

Por fin pasamos Medina del Campo y continuamos viaje. Una provincia tras otra, un pueblo tras otro, un castillo, un sin fin de castillos y una iglesia románica, y otra, y otra, hasta que todos los lugares parecen el mismo. Y vuelta al atasco, estamos ya en Tordesillas, a mi me encanta, mis padres lo odian porque el coche se cala en la multitud de cuestas que jalonan todo el municipio. Pero yo estoy muy lejos. Me basta mirar por la ventanilla para con un poco de imaginación trasladarme a la Edad Media, y deseo profundamente poder viajar en el tiempo.

Dejamos atrás Zamora. En León hace menos calor, pero para entonces yo ya estoy tan mareada que me da todo igual. Habré vomitado tres o cuatro veces y estoy deseando llegar a Astorga para poder bajarme del dichoso coche. Astorga es parada obligatoria, si mi padre no compra mantecados luego no hay quien le soporte el resto del camino, y yo aprovecho para estirar las piernas y tomar un poco el aire. Hemos entrado en el camino de Santiago, desde ahora hasta llegar a Lugo la presencia de peregrinos será algo constante.

Y vuelta al coche… los carteles que anuncian la proximidad de Las Médulas nos indican que estamos en el Bierzo, donde el paisaje comienza a cambiar. Se divisan los primeros árboles y los colores de la meseta dejan paso al verde rabioso de la España húmeda. Poco antes de subir el Puerto de Piedrafita, paramos a comer en Valcarce, lo que no es sino una excusa para comprar cerezas (cosas de tener un padre obeso), las venden en puestos ambulantes a la orilla de la carretera, que hoy naturalmente han desaparecido.

Después de comer, (mis padres claro, yo no tengo estómago para nada) nos disponemos a la ardua tarea del subir el puerto de montaña. Hoy día atravesar el Puerto de Piedrafita es cuestión de unos minutos, la ingeniería ha ganado el pulso a la naturaleza; gigantescos viaductos que destrozan el increíble paisaje de uno de los lugares más bellos del planeta, permiten que la autopista siga más allá de los profundos valles que otrora convirtieran a Galicia en uno de los lugares más aislados de Europa. Pero los viaductos aún no existen, en su lugar hay una comarcal inundada de curvas que baja a los valles para luego volver a subir a las montañas. A mi padre se le cala mil veces el coche, es imposible ir a más de 20 Km. por hora, mi madre me empieza a contar que esa carretera es buenísima, que cuando ella era pequeña había más curvas y mucho más cerradas, solo había un carril para los dos sentidos y si te venía un coche de frente había que echarse a mitad del campo, así que había muchos accidentes porque, claro, en las zonas de desfiladeros mucha gente se había despeñado: “es más, si te asomas verás todavía los restos de la carretera antigua, vamos, un camino de cabras”.

La curiosa caravana que tratamos de llegar a alguna parte la solemos formar dos o tres coches, un carro con heno tirado por un burro (que además va el primero y no suele tener nada de prisa) los peregrinos a Santiago que casi van más deprisa que nosotros y, por supuesto, un camión. Para cuando llegamos a Pereje todos estamos mareados, y mi padre jura y perjura que el año que viene nos vamos de vacaciones a Alicante como todo el mundo.

Por fin entramos en Galicia por la provincia de Lugo; empieza a llover, siempre. Mi padre le dice a mi madre que si en su puñetera tierra no la pueden recibir de otra manera, y que en Alicante no llueve. Mi madre que pisar Galicia y olvidársele el castellano es todo uno; le responde algo que no entiende, pero yo sí, y nos reímos juntas.

El paisaje no puede ser más distinto. Los bosques sólo se abren para dejar paso a pastos de un verde esmeralda tan intenso que hace daño a la vista. Las vacas serán a partir de ahora otra constante en nuestro camino, mi madre las señala y me empieza a enseñar a distinguir una vaca marela de una limusin. Cuando llegue al pueblo, mi abuela se encargará de enseñarme a distinguir un brote de patata del de un grelo, del de un nabo, a ordeñar…; todas esas cosas que ella considera fundamentales y que los niños de ciudad no sabemos, porque en la ciudad no sabemos nada.

Las imponentes murallas de Lugo nos hacen abandonar la carretera nacional y entrar en la comarcal. A partir de ese momento habrá más carros que coches, y sobre todo más vacas, tanto en el campo como en la carretera. En Villalba mi padre para de nuevo para comprar queso de San Simón, lo hará a la ida y la vuelta. Ya estamos en la recta final del camino; tenemos que darnos prisa para que no se nos haga muy tarde o de lo contrario la niebla que cae junto con la tarde nos hará más difícil el trayecto.

Al llegar al valle de Mondoñedo mi padre baja las ventanillas para que entre el aire. Huele a menta, de una forma profunda y mareante. Casi sin pensarlo mi padre detiene el coche en un pequeño saliente de la carretera y nos bajamos a mirar, da igual cuantas veces lo hayamos visto. El valle, inundado hasta el más mínimo de sus resquicios por millones de eucaliptos, forma un óvalo perfecto. Un sin fin de ondulaciones hacen decrecer las suaves montañas hasta llegar, en lo más profundo, al pueblo, del que pese a la distancia se vislumbra su imponente catedral.

La catedral de Mondoñedo anuncia que nos acercamos a Cangas, aunque aún hay que pasar por Lourenzá y Celeiro. Yo estoy cada vez más nerviosa porque se abre ante mi todo un verano con mis primos corriendo libre por el campo, dando un biberón hecho con un botellín de cerveza a los terneros recién nacidos, bajando a la playa, oliendo las algas que se secan al sol, subiendo por las rocas coger vígaros, zampeñas, pulpiños de roca…; a ser completamente libre, con una libertad que nunca volveré a experimentar, ni tampoco mis hijos, porque hoy día los coches impiden correr a los niños, porque tras la llegada de los turistas está prohibido mariscar, porque ya casi no hay huertas, ni establos…, pero si chalets de veraneantes que ni siquiera respetan las piedras de la arquitectura popular.

Cuando la antigua carretera se aproximaba a Foz, había un punto concreto, una casa gris con una gran hortensia azul en el lateral, en el que por primera vez se divisaba el mar, un mar azul e intenso que ya no nos abandonaría el resto del camino ni de las vacaciones, poco antes de llegar a ese punto mi padre comenzaba a carraspear y cuando la primera brizna de azul llegaba hasta su vista, gritaba a pleno pulmón

EL MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRR

Y sabíamos que el verano siguiente volveríamos a Galicia.


viernes, 27 de enero de 2017

De los talleres literarios:

Me he permitido titular esta entrada de la misma manera que se titulaban antaño los libros, o mejor dicho sus capítulos, algo así como "De como nació Lázaro, y de cuyo hijo fue". Aunque también lo podía haber iniciado con un clásico "Oh", como los antiguos oradores romanos, que estudiábamos aquellos que aún tuvimos la suerte estudiar latín. Y bien, ¿por qué lo he hecho?, muy sencillo, porque para mi la Literatura es básicamente eso, los grandes clásicos, antiguos y modernos, el buen narrar de historias, y el magnífico manejo del lenguaje. Aunque viendo mi desigual experiencia con algunos talleres literarios, se ve que no lo es para el mundo.

Os cuento:

Comencé a escribir muy temprano (aunque me haya cundido poco), con unos doce o trece años, como la natural prolongación a mi pasión por la lectura. Me presenté, con poco éxito, a mi primer concurso a los dieciséis, y me plantee por primera vez la posibilidad de tratar de publicar algo a los veinte. Fue en ese momento cuando, la verdad por casualidad, oí hablar por primera vez de los talleres literarios; fue un anuncio en El País de los talleres de la extinta Escuela de Letras de la C/ Factor. En aquel momento no pude hacer ninguno, por precio y por horario, ya que estaba en la Universidad, pero que quedé con la idea, y como yo soy mucho de no quedarme con ganas de hacer nada que realmente me apetezca, retomé la idea cuando comencé a trabajar.

Como tenía que trabajar (un vicio que tenemos algunos, más que nada por aquello de pagar facturas y esas cosas) comprometerme a un curso presencial me pareció arriesgado, así que busqué talleres on-line, y así llegué a la Escuela de Escritores. Cursé curso anual de relato breve A, curso anual de relato breve B, y curso anual de relato avanzado, tres años de mi vida pegada a un portátil y viviendo una experiencia maravillosa. No sólo tuve una gran profesora, Isabel Cobo, sino también unos grandes compañeros. Sagui, F.J, Javier, Cristina... siempre que me siento a escribir me acuerdo de vosotros con mucho cariño, y me pregunto si vosotros también habréis continuado haciéndolo. Fue un grupo de trabajo muy especial, y la época más fructífera de mi vida en lo que a lo literario concierne, gracias a todos. Así que después de tan estupenda experiencia me lancé al curso anual de novela... que horror, apenas llegué a conocer a los compañeros, porque sinceramente tras los primeros y destructivos comentarios del profesor me borré, me negué a pagar más dinero por algo así.

En las escuelas de escritores te venden que todo el mundo puede escribir, que es sólo cuestión de técnica, y que no es necesario tener un talento especial. No estoy de acuerdo, si fuera así no hubieran existido los grandes escritores clásicos, que no tuvieron formación especial alguna. Pues bien, para ser profesor tampoco vale todo el mundo, no basta con saber escribir, hay que saber enseñar. A mi que me cuenten que se ha estado de charla con el escritor fulano o mengano, porque claro como él ha sido finalista del Nadal... pues como que no me aporta nada. Además, tras tres años escribiendo relatos a foro abierto, una está más que acostumbrada a las críticas, la crítica es buena, te muestra los fallos y te hace mejorar, pero siempre hecha de forma constructiva, no destructiva, algo que también muchos profesores (y más de un alumno) deberían aprender.

No sólo hay trolls y haters en las redes sociales.

Tras borrarme de aquel nefasto curso, un gran amiga (y gran poetisa) literalmente me arrastró un fin de semana con ella hasta Alcázar de San Juan, donde se ubica la Escuela de escritores Alonso Quijano. Hicimos un curso de Redacción y estilo, que me hizo volver a congraciarme con los talleres. Por cierto, creo que todo el mundo debería hacer un curso de redacción en algún momento de su vida.

De vuelta a Madrid, continué escribiendo y realicé un par de cursos presenciales más, está vez organizados por mi amiga, quien se lió la manta a la cabeza y creo la Escuela Tomás Gallego, con ayuda de Ramón Alcaraz del Desván de la memoria. Nuevamente fueron buenas experiencias, conocí a gente muy interesante, a los que simplemente les apasionaba escribir como a mi, sin más (y es que todo el que ha tenido un mínimo contacto con el mundo literario, sabe que hay mucho ególatra pagado de si mismo que sólo va a estos sitios a que le regalen los oídos. No fue el caso), y al propio Ramón, una de esas personas del mundo literario que realmente enseñan, animan y se preocupan por los escritores noveles.

Tras mi primera maternidad, que me obligó a un pequeño parón, tenía ganas de retomar la escritura, y me animé de nuevo con los talleres literarios. Otra vez volví a buscar algo que pudiera hacer desde casa, esta vez para poder combinarlo con el cuidado de mi hijo, y tras mucho buscar llegué a los Talleres de Relee. Que gran error.

En Relee lo primero de todo fue pedirme que les mandara algo que ya hubiera escrito, para garantizar que estaba al nivel del curso. ¿Perdón? Nunca me habían pedido algo así, y ya tenía algo de experiencia en el tema. Es un curso, se va a aprender, no es una candidatura al Nobel. Bueno, el caso es que lo mandé y me admitieron, en que hora.

Sus talleres funcionan casi de idéntica manera a los de la Escuela de Escritores, de hecho, la profesora nos contó que ella había sido la fundadora y se había marchado para crear esta nueva escuela. Pero no, no era lo mismo. En la Escuela de Escritores los temas, aunque largos, son amenos y didácticos, llenos de ejemplos que te hacen comprender la técnica para luego poder aplicarla al ejercicio quincenal; en Relee me parecían soporíferos ladrillos imposibles de acabar, ¡y soy licenciada en Derecho!, para que yo diga que algo es un ladrillo... era como una especie de magma de teoría y técnica absolutamente ininteligible, tardaba un siglo en leerlos y no sacaba nada en claro. Volví a leer temas de cursos anteriores, para ver si era yo, pero no. Luego estaba la profesora, ausente por demás, nos dejaba a nuestro libre albedrío, excepto eso si, para enviar las correcciones de los ejercicios. Que estaba muy ocupada decía, pues en otros cursos el profesor siempre estaba ahí, todos los días, para moderar y corregir. Decía que íbamos a aprender de leer y corregir a los demás, y de sus correcciones... sus correcciones, nuevamente digo que no todo el mundo vale para enseñar, todo lo que yo enviaba (tras conseguir saber que narices era lo que había que tratar de plasmar) era malísimo, me rayé y un día envié un relato que había escrito durante mis años en la Escuela de Escritores, relato que había corregido en su día con mi profesora, y posteriormente con Ramón Alcaraz, y me dijo que uff estaba muy verde, que notaba que estaba poco trabajado, sin comentarios.

Luego estaban las lecturas, de autores muy conocidos, en su casa, claro. Aunque mira por donde yo era la única que no los conocía, que mala suerte. A ver, en el mundo del "relatista" y de los talleres de relato breve hay una serie de autores que se suponen son el gran totem, todo el mundo los ha leído, te tienen que gustar por narices y son intocables, ejemplos de como escribir un relato perfecto, y que al final se repiten una y otra vez. Yo personalmente, como vuelva a tener que leer una sóla vez más en mi vida "La dama del perrito" de Chejov, me da un patatús. Y que decir de oh, los puñeteros "9 cuentos" de Salinger, que contra ya no me gustaron la primera vez los leí, ni "Dublineses" de Joyce, odio a Joyce, ni por supuesto el realismo sucio, no, no me gustan ni Wolf, ni Ford, ni Bukouski, ni por supuesto, el oh adorado e idolatrado, el gran Carver. Después de decir esto públicamente hay quien me va a apedrear, porque decir en determinados ambientes que no te gusta, sobre todo Carver, es como cagarte en la madre alguien, o más bien como ser tía y salir a la calle sin burka en Afganistan, una blasfemia. Pues no, no me gustan, y no se les ven de grandioso la de verdad.

Ah, y me olvidaba del gran totem del relato breve español, "Velocidad de los jardines" de Eloy Tizón, yo de verdad que aún le estoy buscando la genialidad por algún lado, y no se la veo. Ignacio Ferrando le da mil vueltas, y no tiene tanto pábulo entre los resabiados del relato breve.

En fin, el caso es que en Relee no caen en la mayoría de los lugares comunes propios de estos lares (cayeron eso los dichosos "9 cuentos", y hubo muchas referencias a Carver, como no), y te mandan leer autores de los que en muchas ocasiones yo reconozco, para escándalo de mis compañeros de curso, que no había oído hablar, y que de nuevo no me gustaron. Se supone que eran un ejemplo de como debíamos aspirar a escribir... pero si eran horribles, para nada lo que a mi me gusta leer. Y yo que pensaba que eso de si no puedes ser profundo se oscuro, sólo se aplicaba al mundo del Derecho. Luego, por ejemplo, nos mandaban leer un relato de Juan Carlos Marquez, que a mi me parecía genial, y lo destrozaban. Me sentía como un yanqui en la corte del rey Arturo.

Pero lo peor sin duda alguna, pero lo peor de lo peor, fueron los compañeros. Un atajo de ególatras megalómanos que se creían el próximo Cervantes, el García Márquez del s. XXI, o no, creo que a lo mejor estos autores les parecían demasiado comerciales y convencionales. No sólo tenías que comentar sus relatos por huevos, tuvieras o no tiempo de hacerlo, y además en profundidad, nada de hacerlo por encima, sino que además tenías que soportar como destrozaban los tuyos de forma nada constructiva. Y claro, como la profesora casi no asomaba por allí, los cuchillos campaban a sus anchas, me río yo de los trolls que comentan las noticias en Facebook, estos eran peores porque iban directamente a joder al personal. Unas trifulcas... porque claro cualquiera les tosía. A mi se me ocurrió decir que me había apuntado a un curso de relato breve, no de crítica literaria, y para que más, porque ya me tenían tirria porque se suponía que no comentaba con suficiente profundidad.

Hasta que me harté, era una mierda de curso, que me costaba dinero sin aprender nada, lleno de trolls, y que me estaba costando un precioso tiempo que no tenía. Además, era gafe, todos tenían algún problema de salud, en la vida había visto tanta gente con enfermedades junta. Cuando me di de baja estaba embaraza de mi segundo hijo, y en la semana 13 se desprendió la bolsa por completo y tuve que guardar reposo, estaba gafado.

Me di de baja porque me negaba a pagar más, y la respuesta general fue que claro, que iba muy justa para ese curso.

Como he dicho antes, en el mundo literario el ego campa a sus anchas, pero a algunos les infla más que un globo aerostático. Hace unos años, hice un curso sobre Dickens y Stoker en los cursos de verano del Escorial, y recuerdo que había quien interrumpía a los ponentes continuamente para mostrar cuanto sabía del tema, y el director del curso en un momento determinado dijo algo que me pareció genial, y muy bien puede aplicarse a lo que aquí estoy contando, hay gente que le encanta oírse a si misma y demostrar a los demás cuanto saben.

Recientemente, como no aprendo, solicité información sobre los talleres de Cursiva, la escuela de la editorial Random House Mondadori, me pedían que lo pagara todo al inicio del curso, cuando les dije que si podía pagar mes a mes, porque había tenido malas experiencias, no me contestaron. En fin, a ver que ya se sabe que es un negocio, pero se podían cortar un poco más.


Lo dicho al inicio, para mi escribir narrativa es contar buenas historias, como se ha hecho desde los albores de la humanidad, de manera que capten la atención del lector, y le dejen buen sabor de boca. No usar una y un millón de técnicas, que conviertan el continente en algo más importante que el contenido. Una buena prosa es importante, por supuesto, pero no hay que olvidar que un escritor actual de narrativa no es más que un juglar con un ordenador portátil.