lunes, 13 de febrero de 2017

Un apartamento en La Latina

Dejo aquí mi pequeño homenaje a uno de los escritores del S. XX que más me gustan, Truman Capote (si, Capote, no el puñetero Salinguer ni el odioso Carver). Es mi particular y madrileña versión de Desayuno de Tiffany´s.

Un apartamento en La Latina:

Me gusta volver a los lugares en los que he vivido, es como una experiencia de introspección personal dentro de mi propia historia. Mi lugar favorito está en La Latina, junto al Mercado de La Cebada. En realidad, solo es un viejo edificio con la fachada gris por la contaminación. Yo vivía en el tercer piso, en un minúsculo apartamento de apenas 30 metros cuadrados, con una sola habitación que hacía las veces de salón y dormitorio, cocina americana y un minúsculo cuarto de aseo. Sin embargo, era mi primera casa como adulto independiente, y es la fecha que no puedo evitar acordarme de aquel pisito con cierta nostalgia. Muchas veces, cuando paseo por el centro de Madrid y vuelvo a pasar de forma inconsciente por las casas en las que he vivido,  siempre me paro a contemplar ese pequeño balcón que se asoma a la Plaza de La Latina.

Justo enfrente del que era mi portal, al lado de la boca del metro, hay un bar. No es muy elegante, ni muy nuevo, ni siquiera demasiado limpio, pero sirven sin duda alguna los mejores boquerones en vinagre de todo Madrid. Cuando vivía en mi pisito, solía ir todas las tardes a tomar un pacharán y charlar con Tomás, el dueño. Ambos teníamos muchas cosas en común, nos gustaba revolver en el Rastro, o “remanar” como diría un catalán, ir al teatro, una buena charla en la barra de un bar…;  y sobre todo nos gustaba Ana.

Aún ahora, durante alguno de mis habituales paseos entro y me tomo un pacharán con Tomás, como si el tiempo no hubiera pasado. Solemos arreglar el mundo, incluso algunas veces estamos lo bastante borrachos como para hablar de Ana. El inicio siempre es el mismo, la eterna pregunta: qué habrá sido de ella. Ninguno hemos vuelto a tener noticias suyas en todos estos años.

Recuerdo el momento exacto en el que la conocí. Era la primera noche en mi recién estrenado estudio, y con la emoción me había costado bastante conciliar el sueño. Cuando por fin empezaba a dormirme, alguien tocó el timbre del telefonillo.
– ¿Sí?
–Oiga, amigo, ¿me puede abrir?, es que me he dejado las llaves en alguna parte.
–Primero, no son horas de llamar a casas ajenas, y segundo no la conozco de nada así que olvídese de que la abra el portal.
–Oh, vamos no sea así, soy su vecina de arriba, me llamo Ana y estoy segura de que nos vamos a llevar la mar de bien.
–Pero que demon…
–Déjese de maldecir y abra de una vez, que hace frío; ¿es que no sabe qué hora es? no son horas de que una muchachita decente ande sola por la calle.

Pensé que no era tan muchachita si andaba a esas horas sola por la calle; pero lo cierto fue que sus argumentos me hicieron gracia, así que abrí. Me puse el albornoz y las zapatillas y salí al descansillo, muerto de curiosidad. Así fue como vi a mi nueva vecina por primera vez mientras subía las escaleras; tendría unos veinte años, aunque parecía mayor, pintada y arreglada en exceso, con ropa demasiado cara para una chica de su edad. Se paró ante mí.
–Muchas gracias, vivo justo encima de usted, en otro miniminúsculo piso como el suyo. ¿Quiere subir y tomar algo?, es lo menos que puedo hacer por haberle sacado de la cama.

Estaba bastante perplejo ante el desparpajo de quien decía ser mi vecina, y no pude por menos que acompañarla hasta el piso de arriba, sin darme siquiera cuenta de que seguía en pijama y zapatillas.

El apartamento de Ana era exactamente igual al mío, salvo por un curioso detalle, el único mueble era una cama de matrimonio.
– ¿Dónde están sus cosas?
–Así es más práctico, no pienso quedarme mucho en este lugar, y además así no limpio el polvo y es la mejor manera de que no te rompan nada en las fiestas.
– ¿Fiestas?
–Sí, no se preocupe que está invitado. ¿Whiskey?

De repente, tuve el presentimiento de que había cometido un gran error, que se abría ante mí una horrible perspectiva de noches en vela.
–Dígame, ¿a qué se dedica?
–Soy actor, o por lo menos lo intento.
–No me diga, que terriblemente interesante, y ¿en qué está trabajando ahora?
– En nada.
–Ah, que profesión más curiosa, me encantaría verle algún día.
–Pues ya la avisaré. Y usted, ¿a qué se dedica?
–Soy relaciones públicas de varias discotecas.
–¿Y eso da para vivir?
–Según como te organices, pero es sólo hasta que me case.
–Enhorabuena, ¿cuándo es la boda?
–Gracias, aún no lo sé, ni sé quién es el novio; pero tranquilo que tarde o temprano pescaré a un buen partido que ande despistado y hala, a retirarme.

Mi cara de perplejidad debía ser considerable, así que para disimularla decidí que lo mejor era irme a mi casa y dejar de tomar copas a horas intempestivas en casa de locas jovencitas.

Sin embargo, de una manera increíblemente natural, durante los siguientes meses Ana se convirtió en un personaje habitual en mi vida. Solía olvidarse las llaves una media de dos o tres veces por semana, siempre de madrugada o a primera hora de la mañana, y las noches que no lo hacía era porque la juerga estaba montada en su propia casa; es decir, justo encima de mi cama. Lo peor era que cada vez que intentaba quejarme acabada con una copa en la mano y bailando hasta el amanecer con la más fea de todas sus amigas; de hecho, más de una vez desperté al día siguiente en el suelo de su salón.

Justamente uno de esos días en los que dormí en el suelo de su casa me llamaron para una suplencia. Era verano y, gracias a que estaban las ventanas abiertas, el pitido del contestador automático a través del patio de vecinos me devolvió al mundo de los lúcidos. Literalmente me tiré escaleras abajo, seguido muy de cerca por una Ana somnolienta que no paró de saltar a mi alrededor hasta que accedí a que me fuera a ver al teatro. Al finalizar la representación me estaba esperando a la salida, le había gustado mi actuación y quería agradecerme la entrada, y para mi sorpresa me invitó a comer al día siguiente. Creo que hasta ese momento nunca la había visto por el día.

A aquel primer encuentro diurno siguieron otros, siempre nos despedíamos con un nuevo plan. Paseos por el Retiro, cine en la Gran Vía, aperitivo en Casa Labra, e invariablemente terminábamos en el bar de Tomás, charlando los tres animadamente en la barra. Cuando salíamos a la calle, yo para volver a casa, ella para reunirse con quien fuera que hubiera quedado esa noche, se detenía un instante, miraba a su alrededor, cerraba los ojos, los volvía a abrir y me decía:
–Me encanta este lugar.
–Tiene encanto, sí.
–Sabes, creo que un lugar así nada malo puede ocurrirnos.

Pero todo acabó cuando por fin encontró a su buen partido despistado. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, moreno, se podría decir que apuesto, muy elegante; y sobre todo con una envidiable posición, era el agregado cultural de la embajada de España en Tokio y, como era de esperar, fue presa fácil para Ana.

Se habían conocido en una de las discotecas para las que trabajaba, a través de unos amigos comunes, creo, y en tan solo un par de semanas anunciaron su boda. Ana se compró unos DVD para aprender japonés y se dispuso a embalar sus pocas pertenencias. La última vez que la vi, los tenía puestos mientras hacía las maletas.
–Cuando empiece a dormir todas las noches de un tirón, no me lo voy a poder creer.
–Sí, ahí es cuando empezarás a echarme de menos. Konichigua.
–Ya te echo de menos.
–Y yo –dijo con la mirada perdida mientras repetía arigato.

No volvimos a vernos. Supe por Tomás que finalmente la boda no se había celebrado. Al parecer, al arreglar los papeles para el visado a Japón, donde se iba a celebrar la boda, su prometido descubrió que en realidad se llamaba Floriana, y le pareció un nombre tan poco chic que decidió romper el compromiso. Claro que a Ana le dio igual, puesto que estaba a punto de fugarse a Roma con el sobrino de su novio.

Al cabo de unos meses recibí una postal del Coliseum, en la que Ana me decía que se sentía feliz, que echaba de menos nuestros paseos por Madrid, que le diera recuerdos a Tomás y que me volvería a escribir.


                                                                                     A Truman Capote.

Cosas en común

Recientemente publiqué aquí un ejercicio de clase, de los que hice en la Escuela de Escritores, y hay quien me ha dicho que por qué no colgaba más relatos en el blog, así que aquí os dejo un relato cuyos escenarios sé que a algunas personas les van a resultar muy familiares.

Cosas en común:
                                                                                        A las N. Kinney.

Supongo que había muchas cosas que nos hacían diferentes, pero había más que nos unían. Y por encima de todas ellas estaba que nos gustaba la noche, o mejor dicho, nos gustaban nuestras noches. Cada fin de semana la ciudad se nos antojaba nuestra; enorme, vibrante, plagada de opciones, de oportunidades, de vida,… de nuestra vida.

Era todo un ritual. Los del grupo quedábamos relativamente pronto, en alguna boca de metro, para ir a cenar algo a un restaurante barato aunque de moda, o a algún eterno clásico de Madrid o simplemente a tomar unas tapas en cualquier bar. Tras pedir, y ya con la primera caña o vino en la mano, nos poníamos rápidamente al día respecto a lo sucedido en nuestras vidas cotidianas durante aquella semana, como si quisiéramos pasar de puntillas por todo lo que fuera corriente u ordinario, porque a partir de ese momento nada podía serlo. Éramos jóvenes, éramos guapos y, lo que es más importante, éramos dioses por unas horas.

Tras la cena, visita obligada al Quiet Man. Allí, tranquilos, despacio, una primera copa mientras charlábamos, después, pululando por la zona otra copa en otro bar, luego otra, un baile, otro pub… siempre juntos y sin parar de reír. A lo largo de los años habíamos ido agotando las diferentes zonas de copas de la ciudad, Malasaña era la que más se nos resistía al aburrimiento. Tal vez fuera la gente, la variedad de bares o muy probablemente la cercanía a una discoteca de la Plaza de Vázquez de Mella, en la que acababan la noche los que no se habían retirado acompañados con anterioridad.

Cuando me paro a pensarlo, ahora me doy cuenta de lo curioso de la situación, unos amigos que todos los fines de semana acaban la noche en una discoteca de Chueca, sin ser ninguno gay. Sin embargo, la música era buena, no estaba muy lleno, tenían guardarropa y abría hasta altas horas, el sitio perfecto. Tenía dos plantas. Siempre subíamos a la segunda, donde no se podía fumar, y ocupábamos nuestra esquina, justo entre el final de la barra y la pista de baile; allí permanecíamos bailando hasta la hora del cierre. Llegó un momento en el que nos conocían los camareros, el portero y la mayoría de los parroquianos habituales.

Al principio el cambio fue apenas perceptible; y antes de que nos diéramos cuenta, ya nada era igual. Poco a poco las caras que nos rodeaban fueron cambiando, haciéndose más y más jóvenes, dejamos de encontrarnos con gente conocida por los bares, comenzamos a estar aburridos y cansados y a llegar cada vez más pronto a casa. El día que Rosa nos anunció que salía con un compañero de la oficina fue el detonante del fin. No sabría decir si fue que nos estábamos haciendo mayores, que necesitábamos un cambio, o que el novio de Rosa, un chico procedente de un barrio obrero, pero increíblemente conservador, no quería mezclarse unos trasnochadores natos que invariablemente terminaban sus noches en una discoteca de ambiente. Quién sabe, el caso fue que tuvimos una baja definitiva, a la que siguieron otras muchas aquejadas de lo nos dio por llamar el síndrome ‘parejil’.

Las noches se volvieron más cortas y los días más largos. Al principio, Julio y yo, los eternos, seguimos como si nada, pero la fórmula magistral ya no resultaba y parecía que se imponía en nuestras vidas un cambio de escenario que nos resistíamos a aceptar. Empezamos a hacer planes impensables para nosotros, como quedar un domingo a tomar café después de comer e ir al cine, o ir al rastro, a una exposición, al teatro…; hasta dormíamos.

Sin embargo, el día que saltaron todas las señales de alarma fue cuando nos enteramos que algunos de nuestros amigos iban a ser padres. Definitivamente nos habíamos quedado descolgados, así que comenzamos a buscar alternativas.

Los compañeros de trabajo de Julio solían salir de cañas los jueves, y nos unimos al grupo a la expectativa de descubrir que salía de aquello. Durante varias semanas pareció irnos bien; sin embargo, notábamos como Carlos, uno de contabilidad, nos miraba raro. En un principio pensamos que tal vez se debía al hecho de ver a un chico y una chica que solo son amigos, no era la primera vez que nos ocurría, no sé muy bien por qué su actitud me hacía desconfiar de él. Lo comenté con Julio, quien se limitó a reír.

Hubo un día, en el que las cañas se alargaron más de lo debido, nosotros fuimos los últimos en irse a casa. Carlos más tarde declararía ante el juez que la culpa fue del alcohol, que no quería hacerlo, que todo había sido como un sueño…; pero no lo fue. Sólo fue un segundo. En el poco tiempo que tardamos en cambiar de bar, Julio y Carlos desaparecieron de mi lado, me di la vuelta y desanduve el camino para buscarles. Los encontré discutiendo vivamente, ambos tambaleantes
– ¿Qué, tú y tu amiguita habéis terminado de humillarme?
– ¿De qué hablas?
–Lo sabes muy bien.
–No, tío no tengo ni idea, así que déjate de paranoias y tira, que nos estamos quedando atrás.
–Tú y yo no vamos a ninguna parte –Carlos empujó a Julio de forma tan brusca que éste se tambaleó.
–Oye, ¿qué pasa aquí? –intervine yo–, ¿se puede saber de qué va esta escenita?
–Éste –dijo Julio, señalando a Carlos– que no sé qué mosca le ha picado. Se ha puesto a insultarme así sin más y en medio de la calle.
–Venga, va, hemos bebido mucho y os ha sentado mal, nos vamos para casa y asunto terminado – dije yo mirando a Carlos.
–De eso nada, me tenéis harto vosotros dos.
–Vamos a ver, ¿se puede saber qué narices te hemos hecho? –preguntó Julio.
–Te repito que lo sabéis perfectamente, dejad de haceros los tontitos conmigo que no cuela – dijo Carlos, cada vez más agresivo.
–Chicos, de verdad, lo mejor es que nos vayamos –insistí yo.
–De aquí no se va nadie –Carlos rompió el botellín de cerveza que tenía en la mano contra la pared–, vamos a terminar con éste asunto de una vez por todas.
– ¿Qué asunto? –dijo Julio, visiblemente asustado–. Mira, si te hemos hecho o dicho algo que te ha podido ofender, lo sentimos. –Yo asentí con la cabeza–. De veras que lo sentimos, te aseguro que no ha sido con mala intención.
–Que no, ja, entonces por qué venís todos los jueves, ¿eh? –dijo Carlos moviendo la botella rota en el aire.
–Porque sí –afirmé yo, mientras trataba de marcar el número de la policía en el móvil sin que lo notara–, para tomarnos algo y echarnos unas risas, sin más.
–Claro, para reíros de mí, y cuando os hayáis divertido lo suficiente entonces me descubriréis ante todo el mundo.

Julio y yo nos miramos.
–Tío, no tenemos nada que descubrir, porque no sabemos que coño te pasa, joder, ni que llevaras una doble vida. ¿Qué pasa, que no quieres que contemos que te llevas folios de la ofi o qué? – dijo Julio.
–El LP –dije mirando a Carlos, no sé cómo no nos habíamos dado cuenta antes–. Tío, tú eres un habitual del LP. Ostras, no sé cómo no me di cuenta antes de que te conocía de algo.
– ¿Era eso? –dijo Julio con cara de asombro–, ¿no querías que le dijéramos al resto que te conocíamos de vista de una discoteca?, valiente tontería.
–Tontería lo será para ti, y como digas algo…

Carlos no terminó la frase. Se abalanzó sobre Julio cayendo encima de él y, según declararía más tarde, sin darse cuenta de que aún tenía en la mano la botella rota. Julio falleció unas horas más tarde, los médicos no pudieron parar la hemorragia que le produjo el corte en el cuello con el que Carlos trataba de acallar lo que para él era su terrible secreto.

Supongo que durante años hubo muchas cosas que nos unían, pese a aquellas que nos diferenciaban. O al menos así fue hasta que terminamos de hacernos mayores; unos más tarde que otros, algunos de forma más traumática.





viernes, 3 de febrero de 2017

El mar

Recientemente he leído una noticia en el periódico relacionada con el lugar en el que nació mi madre, la Mariña lucense, y ha venido a mi memoria un ejercicio que realizamos en la Escuela de Escritores, en el que teníamos que narrar un viaje, y yo precisamente conté los viajes de mi infancia a este lugar.

No sé por qué me apetece compartirlo, aunque sólo sea un ejercicio de clase.

El mar:

El viaje a Cangas de Foz era largo y pesado. En aquella época apenas había autopistas y los viajes se hacían por interminables carreteras nacionales con un solo carril en cada sentido. Las recuerdo llenas de lentísimos camiones, de curvas, de baches y atravesando –creo yo– todos los pueblos, que tenían un cincuenta por ciento más de semáforos que la media nacional.

Un buen día, normalmente a mediados del verano, mi madre me levantaba bastante temprano anunciándome que nos íbamos de vacaciones; es decir, que nos íbamos a Galicia. Mi padre hacía la maleta refunfuñando “nos va llover, seguro que nos va a llover, es que tu pueblo siempre llueve, y si no nos llueve, estará nublado, no vamos a ir ni un solo día a la playa… es que no sé por qué no vamos a Alicante como todo el mundo”.

Mi padre tenía por aquel entonces un R-18 sin radio, ni por supuesto aire condicionado, ni cinturones de seguridad en los asientos de atrás, ni airbag, ni ABS, ni dirección asistida, ni nada de nada; pero yo me acomodaba en el asiento trasero, solo para mí, y era feliz. Llevaba siempre un cojín que me había hecho mi tía, al que había puesto unos botones a modo de nariz y ojos y tejido mi nombre de manera que formara una gran sonrisa. Solía tumbarme poniendo el cojín como almohada, y dejaba que el traqueteo del coche me durmiera; cuando fui más mayor, cambié el cojín por un walkman y millones de cintas de casette.

La primera parte del viaje consistía en atravesar toda Castilla, con todos sus pueblos, con sus respectivos semáforos. Mi padre le tenía especial inquina a Medina del Campo porque decía que había un guardia de trafico que daba preferencia a los del pueblo frente a los que iban por la nacional y el atasco era permanente e infinito, es la fecha que cuando va por la autopista y a lo lejos se ve Medina del Campo, se empieza a reír como un loco y dice “mira como voy ahora, mira como voy”.

Al cabo de dos horas de viaje, a mi padre había que darle conversación porque las interminables rectas de Castilla le producen un sueño terrible al volante.

A mi me encanta esta parte del camino. Me fascina el amarillo infinito de la meseta, contemplar los campos de labranza a ambos lados de la carretera, las tenues lomas en lontananza, las salpicaduras verdes y granates rompiendo los ocres, dejando que la vista vuele sin ningún obstáculo hasta el horizonte.

Por fin pasamos Medina del Campo y continuamos viaje. Una provincia tras otra, un pueblo tras otro, un castillo, un sin fin de castillos y una iglesia románica, y otra, y otra, hasta que todos los lugares parecen el mismo. Y vuelta al atasco, estamos ya en Tordesillas, a mi me encanta, mis padres lo odian porque el coche se cala en la multitud de cuestas que jalonan todo el municipio. Pero yo estoy muy lejos. Me basta mirar por la ventanilla para con un poco de imaginación trasladarme a la Edad Media, y deseo profundamente poder viajar en el tiempo.

Dejamos atrás Zamora. En León hace menos calor, pero para entonces yo ya estoy tan mareada que me da todo igual. Habré vomitado tres o cuatro veces y estoy deseando llegar a Astorga para poder bajarme del dichoso coche. Astorga es parada obligatoria, si mi padre no compra mantecados luego no hay quien le soporte el resto del camino, y yo aprovecho para estirar las piernas y tomar un poco el aire. Hemos entrado en el camino de Santiago, desde ahora hasta llegar a Lugo la presencia de peregrinos será algo constante.

Y vuelta al coche… los carteles que anuncian la proximidad de Las Médulas nos indican que estamos en el Bierzo, donde el paisaje comienza a cambiar. Se divisan los primeros árboles y los colores de la meseta dejan paso al verde rabioso de la España húmeda. Poco antes de subir el Puerto de Piedrafita, paramos a comer en Valcarce, lo que no es sino una excusa para comprar cerezas (cosas de tener un padre obeso), las venden en puestos ambulantes a la orilla de la carretera, que hoy naturalmente han desaparecido.

Después de comer, (mis padres claro, yo no tengo estómago para nada) nos disponemos a la ardua tarea del subir el puerto de montaña. Hoy día atravesar el Puerto de Piedrafita es cuestión de unos minutos, la ingeniería ha ganado el pulso a la naturaleza; gigantescos viaductos que destrozan el increíble paisaje de uno de los lugares más bellos del planeta, permiten que la autopista siga más allá de los profundos valles que otrora convirtieran a Galicia en uno de los lugares más aislados de Europa. Pero los viaductos aún no existen, en su lugar hay una comarcal inundada de curvas que baja a los valles para luego volver a subir a las montañas. A mi padre se le cala mil veces el coche, es imposible ir a más de 20 Km. por hora, mi madre me empieza a contar que esa carretera es buenísima, que cuando ella era pequeña había más curvas y mucho más cerradas, solo había un carril para los dos sentidos y si te venía un coche de frente había que echarse a mitad del campo, así que había muchos accidentes porque, claro, en las zonas de desfiladeros mucha gente se había despeñado: “es más, si te asomas verás todavía los restos de la carretera antigua, vamos, un camino de cabras”.

La curiosa caravana que tratamos de llegar a alguna parte la solemos formar dos o tres coches, un carro con heno tirado por un burro (que además va el primero y no suele tener nada de prisa) los peregrinos a Santiago que casi van más deprisa que nosotros y, por supuesto, un camión. Para cuando llegamos a Pereje todos estamos mareados, y mi padre jura y perjura que el año que viene nos vamos de vacaciones a Alicante como todo el mundo.

Por fin entramos en Galicia por la provincia de Lugo; empieza a llover, siempre. Mi padre le dice a mi madre que si en su puñetera tierra no la pueden recibir de otra manera, y que en Alicante no llueve. Mi madre que pisar Galicia y olvidársele el castellano es todo uno; le responde algo que no entiende, pero yo sí, y nos reímos juntas.

El paisaje no puede ser más distinto. Los bosques sólo se abren para dejar paso a pastos de un verde esmeralda tan intenso que hace daño a la vista. Las vacas serán a partir de ahora otra constante en nuestro camino, mi madre las señala y me empieza a enseñar a distinguir una vaca marela de una limusin. Cuando llegue al pueblo, mi abuela se encargará de enseñarme a distinguir un brote de patata del de un grelo, del de un nabo, a ordeñar…; todas esas cosas que ella considera fundamentales y que los niños de ciudad no sabemos, porque en la ciudad no sabemos nada.

Las imponentes murallas de Lugo nos hacen abandonar la carretera nacional y entrar en la comarcal. A partir de ese momento habrá más carros que coches, y sobre todo más vacas, tanto en el campo como en la carretera. En Villalba mi padre para de nuevo para comprar queso de San Simón, lo hará a la ida y la vuelta. Ya estamos en la recta final del camino; tenemos que darnos prisa para que no se nos haga muy tarde o de lo contrario la niebla que cae junto con la tarde nos hará más difícil el trayecto.

Al llegar al valle de Mondoñedo mi padre baja las ventanillas para que entre el aire. Huele a menta, de una forma profunda y mareante. Casi sin pensarlo mi padre detiene el coche en un pequeño saliente de la carretera y nos bajamos a mirar, da igual cuantas veces lo hayamos visto. El valle, inundado hasta el más mínimo de sus resquicios por millones de eucaliptos, forma un óvalo perfecto. Un sin fin de ondulaciones hacen decrecer las suaves montañas hasta llegar, en lo más profundo, al pueblo, del que pese a la distancia se vislumbra su imponente catedral.

La catedral de Mondoñedo anuncia que nos acercamos a Cangas, aunque aún hay que pasar por Lourenzá y Celeiro. Yo estoy cada vez más nerviosa porque se abre ante mi todo un verano con mis primos corriendo libre por el campo, dando un biberón hecho con un botellín de cerveza a los terneros recién nacidos, bajando a la playa, oliendo las algas que se secan al sol, subiendo por las rocas coger vígaros, zampeñas, pulpiños de roca…; a ser completamente libre, con una libertad que nunca volveré a experimentar, ni tampoco mis hijos, porque hoy día los coches impiden correr a los niños, porque tras la llegada de los turistas está prohibido mariscar, porque ya casi no hay huertas, ni establos…, pero si chalets de veraneantes que ni siquiera respetan las piedras de la arquitectura popular.

Cuando la antigua carretera se aproximaba a Foz, había un punto concreto, una casa gris con una gran hortensia azul en el lateral, en el que por primera vez se divisaba el mar, un mar azul e intenso que ya no nos abandonaría el resto del camino ni de las vacaciones, poco antes de llegar a ese punto mi padre comenzaba a carraspear y cuando la primera brizna de azul llegaba hasta su vista, gritaba a pleno pulmón

EL MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRR

Y sabíamos que el verano siguiente volveríamos a Galicia.