martes, 24 de marzo de 2020

Sueños frustrados y pandemias globales

A mi abuelo materno le gustaba el fútbol, mucho, tanto que solía jugar siempre que podía con los demás chavales de su barrio en el descampado que había en donde hoy se levanta el edificio de Telefónica de la C/ Ríos Rosas de Madrid, justo enfrente de la Escuela de Minas (si, como ya he dicho más de una vez en este blog, existimos los madrileños de Madrid). Y debía dársele bien, porque un tarde le vio un ojeador del entonces Atlético de Aviación, hoy Atlético de Madrid, y le fichó para el equipo.

Pasó varios años jugando en el equipo juvenil, los fines de semana claro, entre semana trabajaba como aprendiz de sastre en la desaparecida sastrería Herranz, en la C/ Arenal*. Entonces el fútbol distaba mucho de ser el deporte de masas que es hoy, y los jugadores eran deportistas, pero de los de verdad, amateurs, a los que el club les proporcionaba la equipación y gracias (siempre decía que había nacido demasiado pronto), por lo que todos tenían que compaginarlo con un trabajo. Fueron varios años de entrenamientos y partidos, hasta que un buen día le anunciaron que ¡por fin! le pasaban al primer equipo.

Y entonces estalló la Guerra Civil....

Una guerra, además, en la que por desgracia le tocó luchar, y mucho, llegando a ser coronel del cuerpo de Carabineros, pero como decía Michael Ende en La Historia Interminable, esa es otra historia, y debe ser contada en otro momento. Cuento ésto, porque en los últimos días no paro de leer en las redes sociales historias de personas llorando digitalmente por las esquinas de la red de redes.

¡Oh (emulemos un poquito los discursos de Cicerón) que cruel destino el de los españolitos de a pie!, que por culpa de la mala fortuna se han visto confinados a vivir recluidos en sus hogares, provistos de electricidad, agua corriente, calefacción, y por su supuesto acceso a Internet. Que terrible destino les tenía preparado este año bisiesto, que en un aciago giro de la rueda de la vida han visto alteradas sus rutinas diarias para tener que adaptarse a una nueva realidad. Y no diré (ahora vamos a por las Catilinarias) que muchos son afortunados por poder teletrabajar, mientras otros ven peligrar sus trabajos, no diré que la suerte sonríe a aquellos que pueden quedarse en casa, principalmente porque tienen una, mientras otros viven en la calle o en un campo de refugiados, o simplemente tienen que jugarse la salud porque deben ir a trabajar. No diré que hay quien se queja de los deberes que mandan los colegios a los niños, mientras en algunos hogares no disponen de ordenador, ni diré que hay familias que aún se están tratando de recuperar de la crisis de 2008, cuando les viene a golpear de frente otra nueva crisis. No diré que hay quien se queja de vivir, mientras a otros muchos les ha venido a cortar su hilo la fatal parca. No, no diremos que en el primer mundo la gente llora desconsolada porque se aburre en casa, y no sabe que serie ver en Netflix o HBO (no quieran los dioses que abran un libro y comiencen a leer), mientras la plaga del apocalipsis comienza a llegar a países donde la mayoría de la población no tiene acceso a la cobertura básica más elemental, o siquiera agua limpia para poder lavarse las manos.

No, no diré nada de eso.

Simplemente diré que hubo otra generación que vio como sus vidas se cortaban de raíz, y sus esperanzas de futuro quedaban sepultadas bajo las bombas. Porque sobre todo en Madrid, nuevamente Madrid, fueron tres años de vivir agazapados, y esconderse día si, día también, en los sótanos o en el metro, con un palo entre los dientes para que las ondas expansivas no les rompieran los tímpanos, y pasando tanta hambre que en toda la ciudad no quedaron ni gatos, ni perros, ni pájaros...

Mi abuelo vio como de un plumazo sus sueños de infancia y juventud se iban al traste, y cambiada la pelota por un fusil. Mi abuela paterna, también madrileña, siempre decía que a ella la habían robado tres años de su vida*. Por decir algo, porque como bien plasmó Fernando Fernán Gómez, después de la guerra no vino la paz, vino la Victoria.

Y hablo del sitio de Madrid, porque es aquello que me contaron de primera mano, pero que seguro tuvo que ser un juego de niños comparado con, por poner un ejemplo el cerco de Stalingrado.

Pero aquí todos llorando por las esquinas de Facebook, Twitter, Instagram, y lo que se ponga por delante, porque no podemos salir a la calle. Es agobiante, lo sé, yo he pasado previamente mucho tiempo encerrada en mi casa por circunstancias que no vienen a cuento, aunque en mi caso el tener un mundo propio interior, siempre me ha ayudado mucho. Tal vez es que algunos temen encontrarse consigo mismos y descubrir que están vacíos, que no hay nada, sólo una carcasa de piel y huesos que alberga en su interior un ente mezquino al que sólo preocupa su propia satisfacción y felicidad personal.

Ay, que razón tenía Hobbes cuando pronunció aquello de homo homini lupi. Pero es que en las redes sociales esta expresión ha alcanzado nuevas cotas hasta ahora desconocidas por el alma humana. Y eso que no estoy entrando a valorar a los que se ponen a discutir de política, incluso en esta situación, esos son ya una raza aparte, un nuevo eslabón evolutivo, porque desde luego serán homos, pero no tienen nada de sapiens.

Así que por favor, dejad ya de quejaros y escribir subnormalidades, y preparémonos para trabajar duro cuando venzamos a este enemigo invisible, recordemos que tras la guerra viene la postguerra, y ésta siempre es más dura.

* Como sabrán quienes lo hayan leído en "Con aire insolente" hay dos relatos inspirados en la vida de mi abuelo "El sastre y el rey", ya que aparte de futbolista fue el sastre de Alfonso XIII, y "La locura del silencio", además, el relato "El Museo del Prado" está libremente inspirado en un episodio de la vida de mi abuela.

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