lunes, 23 de enero de 2012

Bloqueo

Tengo un bloqueo. Por desgracia no es algo nuevo.

Cuando terminé mi libro de relatos cortos, ese que anda en busca de editor, comencé una novela. Han pasado casi dos años y apenas he escrito dos  folios. Es horrible, la historia está en mi cabeza, sé el final al que quiero llegar, veo a los personajes, el escenario... pero me siento incapaz de plasmarlo sobre la pantalla del ordenador.

Desde que comencé este blog, las entradas que publico aquí son lo único que escribo. Y lo peor es que llevo una semana pensando sobre que escribir, que noticia de la sobrecogedora actualidad que nos está tocando vivir, iba a comentar, y eran tantas las que atraían mi atención, que al final no he escrito sobre ninguna.

Tengo que superar el bloqueo, o terminará afectandome completamente.

Cuando comencé los cursos de relato breve en la Escuela de Escritores de Madrid, el primer ejercicio del primer curso del primer año (cursé tres), consistió precisamente en un ejercicio de desbloqueo, que en aquel momento me sirvió de mucho, puede que tenga que repetir ese ejercicio, quien sabe...

El último ejercicio, del último curso, del último año, consistió en hablar de aquello que nos impulsaba a escribir. En ese ejercicio, plasmé aquello que suponía para mi la Literatura, y hablé de mis eventuales bloqueos. Fue como vomitar todos mis miedos.

Ahora, quiero recuperarlo, y compartirlo, a ver si con eso consigo conjurar a todos mis demonios creativos.

Ejercicio 18:

Este año, como último ejercicio del curso de relato avanzado, nos han pedido hacer un ejercicio que se me antoja bastante peculiar. Al hilo del famoso bloqueo de escritor, que yo creo hemos sufrido todos en alguna ocasión, tenemos que hablar del motivo que nos impulsa a escribir.

¿Qué por qué escribo? Esa es una pregunta que yo misma me he formulado en multitud de ocasiones. Sinceramente creo que no tengo respuesta. Supongo que todo comenzó antes siquiera de que yo tuviera conciencia de mi misma. Me crié en una casa rebosante, abarrotada de películas y libros, que a falta de espacio se apilaban en muchas ocasiones por el suelo. Con una madre que leía a todas horas todo lo que caía en sus manos y, un padre cinéfilo que me hacía ver todo tipo de películas, mientras me hablaba de movimientos de cámara y repetía que él habría sido un gran director de cine, de haberlo intentado, claro.

Los libros siempre estuvieron a mi alcance. Nunca me vetaron alguno por su temática o género. Tampoco les habría resultado fácil. El único orden en el que estaban colocados era el del caos más absoluto, no habrían sabido decirme a que estantería no acercarme. Así apenas aprendí a leer, supongo que imitando a mi madre, me dediqué a abrir y leer todos los libros que tenía al alcance de mi altura.

No recuerdo el momento en el que comencé a escribir mis propias historias, pero era muy pequeña. Para mi fue algo natural. Si me gustaba lo que contaban los libros, por qué no empezar a escribirlos yo. Aquello fue mi perdición. Me adentré en un mundo que me atrapó por completo, y del que ya nunca me he podido escapar.

En ocasiones la escritura ha sido mi tabla de salvación, aquello a lo que aferrarme cuando todo lo demás falla, siempre será mi refugio. Pero otras veces también me ha hecho sufrir, como una tortura interior que yo misma me infligiera.

Durante mi adolescencia me hizo ser diferente, con lo que eso conlleva. En el colegio hacía que me castigaran, porque eso implicaba pasar el recreo en la biblioteca, y cuando no lo conseguía me bajaba un libro al patio. Era rara. Además, en lugar de salir con las pocas amigas que tenía, prefería quedarme en casa, atada a aquella primera máquina de escribir que tanto me había costado conseguir. Era una rara aislada. Un día, se me ocurrió enseñar uno de mis relatos a mi profesora de Literatura, no sé muy bien porque lo hice, fue un impulso. A la semana me lo devolvió con algunas correcciones de sintaxis y ortografía (soy profundamente disléxica) y me dijo que a partir de ese día los viernes no habría clase, que en su lugar yo me dedicaría a leer a mis compañeras lo que iba escribiendo. El que gracias a mi no hubiera clase de Literatura los viernes, me hizo un poco más popular.

Al acabar el bachillerato mi profesora, que había trabajado con ahínco para que aprendiera gramática y por fin me había orientado sobre que libros debía leer, me empezó a hablar de los concursos. No sé para que, me he presentado a cientos y nunca que ganado uno. Luego me habló de las editoriales. No sé para que, nunca he publicado nada.

Así me llegó el bloqueo.

Una hoja en blanco es algo terrible. Hay que llenarla con palabras, y que éstas cuenten una historia, y además que sea verosímil, y que haya a quien le interese. Difícil tarea. Los rechazos me llevaron a no tener con que llenar esa hoja en blanco, y mi máquina de escribir enmudeció por años. Para mi desgracia me volví normal.

Fui a la Universidad, hice amigos, salí mucho, me eché novio, empecé a trabajar… Sin más. Sin nada más. Sin la Literatura todo era un inmenso vacío, tanto que hasta dejé de leer. Me dejaba arrastrar por lo que la sociedad que dictaba tenía que hacer, pensar o decir. Me perdí. Aunque supongo que algo quedaba dentro de mi, no en vano me matriculé en Derecho porque era la carrera que habían estudiado todos los escritores que más admiraba, con lo que yo no contaba era que al acabar me tenía que hacer abogado, profesión que mata toda inspiración artística.

Pasaron los años y un día sin darme cuenta volví a leer. “La casa de los espíritus” no es que me parezca un gran libro, pero me devolvió a mi antiguo vicio. Mi madre estaba realmente preocupada porque había dejado de leer, pensó que era lo suficientemente interesante como para engancharme de nuevo. Y así fue. Pero no volví a escribir.

Hace cuatro años en unas clases de inglés pagadas por mi empresa, comencé a hablar con una compañera a la que apenas había prestado atención hasta ese día. Era simpática. En un momento dado el profesor nos hizo la típica pregunta de que hacemos en nuestro tiempo libre, y ella respondió que escribía poesía. Parafraseando a Bogart, aquel fue el comienzo de una gran amistad.

Mi compañera, que curiosamente se llama igual que mi madre, fue la primera en hablarme de las escuelas de escritores, yo ni sabían que existían. Me dio el enlace para la Web de la escuela, y me animó a apuntarme a un curso anual de relato. Casualmente el primer ejercicio que nos mandaron fue de desbloqueo.

Han pasado tres años y desde ese día no he parado de escribir. Creo que ya nunca lo haré. A veces me cuesta encontrar tiempo, y no avanzó todo lo que me gustaría. Compaginarlo con mi vida cotidiana me resulta complicado, pero gratificante a la vez. Me regaño a mi misma el día que no me siento delante del ordenador (pasó ya el tiempo de la máquina de escribir) y trato de escribir al menos una línea.

No sé  adonde me llevará esto. Si se quedará en una mera ocupación de mi escaso tiempo libre, o si por el contrario la Literatura llegará un día a lomos de un caballo blanco para salvarme de mi propia vida, quien sabe. Lo que si tengo claro es que no puedo dejarlo porque me resultaría más sencillo dejar de respirar. He llegado a un punto en el que miro a mi alrededor continuamente buscando historias, veo la realidad con otros ojos, todo me parece digno de ser contado.

No sé si algún día ganaré un concurso, publicaré un libro, o quizá alcance ese sueño dorado de ser profesional, pero lo que si sé es que por lo menos lo habré intentado. Puede que no tenga talento suficiente para dedicarme a ésto, no lo sé, pero lo que si tengo claro es que escribir me mantiene viva.