lunes, 13 de febrero de 2017

Cosas en común

Recientemente publiqué aquí un ejercicio de clase, de los que hice en la Escuela de Escritores, y hay quien me ha dicho que por qué no colgaba más relatos en el blog, así que aquí os dejo un relato cuyos escenarios sé que a algunas personas les van a resultar muy familiares.

Cosas en común:
                                                                                        A las N. Kinney.

Supongo que había muchas cosas que nos hacían diferentes, pero había más que nos unían. Y por encima de todas ellas estaba que nos gustaba la noche, o mejor dicho, nos gustaban nuestras noches. Cada fin de semana la ciudad se nos antojaba nuestra; enorme, vibrante, plagada de opciones, de oportunidades, de vida,… de nuestra vida.

Era todo un ritual. Los del grupo quedábamos relativamente pronto, en alguna boca de metro, para ir a cenar algo a un restaurante barato aunque de moda, o a algún eterno clásico de Madrid o simplemente a tomar unas tapas en cualquier bar. Tras pedir, y ya con la primera caña o vino en la mano, nos poníamos rápidamente al día respecto a lo sucedido en nuestras vidas cotidianas durante aquella semana, como si quisiéramos pasar de puntillas por todo lo que fuera corriente u ordinario, porque a partir de ese momento nada podía serlo. Éramos jóvenes, éramos guapos y, lo que es más importante, éramos dioses por unas horas.

Tras la cena, visita obligada al Quiet Man. Allí, tranquilos, despacio, una primera copa mientras charlábamos, después, pululando por la zona otra copa en otro bar, luego otra, un baile, otro pub… siempre juntos y sin parar de reír. A lo largo de los años habíamos ido agotando las diferentes zonas de copas de la ciudad, Malasaña era la que más se nos resistía al aburrimiento. Tal vez fuera la gente, la variedad de bares o muy probablemente la cercanía a una discoteca de la Plaza de Vázquez de Mella, en la que acababan la noche los que no se habían retirado acompañados con anterioridad.

Cuando me paro a pensarlo, ahora me doy cuenta de lo curioso de la situación, unos amigos que todos los fines de semana acaban la noche en una discoteca de Chueca, sin ser ninguno gay. Sin embargo, la música era buena, no estaba muy lleno, tenían guardarropa y abría hasta altas horas, el sitio perfecto. Tenía dos plantas. Siempre subíamos a la segunda, donde no se podía fumar, y ocupábamos nuestra esquina, justo entre el final de la barra y la pista de baile; allí permanecíamos bailando hasta la hora del cierre. Llegó un momento en el que nos conocían los camareros, el portero y la mayoría de los parroquianos habituales.

Al principio el cambio fue apenas perceptible; y antes de que nos diéramos cuenta, ya nada era igual. Poco a poco las caras que nos rodeaban fueron cambiando, haciéndose más y más jóvenes, dejamos de encontrarnos con gente conocida por los bares, comenzamos a estar aburridos y cansados y a llegar cada vez más pronto a casa. El día que Rosa nos anunció que salía con un compañero de la oficina fue el detonante del fin. No sabría decir si fue que nos estábamos haciendo mayores, que necesitábamos un cambio, o que el novio de Rosa, un chico procedente de un barrio obrero, pero increíblemente conservador, no quería mezclarse unos trasnochadores natos que invariablemente terminaban sus noches en una discoteca de ambiente. Quién sabe, el caso fue que tuvimos una baja definitiva, a la que siguieron otras muchas aquejadas de lo nos dio por llamar el síndrome ‘parejil’.

Las noches se volvieron más cortas y los días más largos. Al principio, Julio y yo, los eternos, seguimos como si nada, pero la fórmula magistral ya no resultaba y parecía que se imponía en nuestras vidas un cambio de escenario que nos resistíamos a aceptar. Empezamos a hacer planes impensables para nosotros, como quedar un domingo a tomar café después de comer e ir al cine, o ir al rastro, a una exposición, al teatro…; hasta dormíamos.

Sin embargo, el día que saltaron todas las señales de alarma fue cuando nos enteramos que algunos de nuestros amigos iban a ser padres. Definitivamente nos habíamos quedado descolgados, así que comenzamos a buscar alternativas.

Los compañeros de trabajo de Julio solían salir de cañas los jueves, y nos unimos al grupo a la expectativa de descubrir que salía de aquello. Durante varias semanas pareció irnos bien; sin embargo, notábamos como Carlos, uno de contabilidad, nos miraba raro. En un principio pensamos que tal vez se debía al hecho de ver a un chico y una chica que solo son amigos, no era la primera vez que nos ocurría, no sé muy bien por qué su actitud me hacía desconfiar de él. Lo comenté con Julio, quien se limitó a reír.

Hubo un día, en el que las cañas se alargaron más de lo debido, nosotros fuimos los últimos en irse a casa. Carlos más tarde declararía ante el juez que la culpa fue del alcohol, que no quería hacerlo, que todo había sido como un sueño…; pero no lo fue. Sólo fue un segundo. En el poco tiempo que tardamos en cambiar de bar, Julio y Carlos desaparecieron de mi lado, me di la vuelta y desanduve el camino para buscarles. Los encontré discutiendo vivamente, ambos tambaleantes
– ¿Qué, tú y tu amiguita habéis terminado de humillarme?
– ¿De qué hablas?
–Lo sabes muy bien.
–No, tío no tengo ni idea, así que déjate de paranoias y tira, que nos estamos quedando atrás.
–Tú y yo no vamos a ninguna parte –Carlos empujó a Julio de forma tan brusca que éste se tambaleó.
–Oye, ¿qué pasa aquí? –intervine yo–, ¿se puede saber de qué va esta escenita?
–Éste –dijo Julio, señalando a Carlos– que no sé qué mosca le ha picado. Se ha puesto a insultarme así sin más y en medio de la calle.
–Venga, va, hemos bebido mucho y os ha sentado mal, nos vamos para casa y asunto terminado – dije yo mirando a Carlos.
–De eso nada, me tenéis harto vosotros dos.
–Vamos a ver, ¿se puede saber qué narices te hemos hecho? –preguntó Julio.
–Te repito que lo sabéis perfectamente, dejad de haceros los tontitos conmigo que no cuela – dijo Carlos, cada vez más agresivo.
–Chicos, de verdad, lo mejor es que nos vayamos –insistí yo.
–De aquí no se va nadie –Carlos rompió el botellín de cerveza que tenía en la mano contra la pared–, vamos a terminar con éste asunto de una vez por todas.
– ¿Qué asunto? –dijo Julio, visiblemente asustado–. Mira, si te hemos hecho o dicho algo que te ha podido ofender, lo sentimos. –Yo asentí con la cabeza–. De veras que lo sentimos, te aseguro que no ha sido con mala intención.
–Que no, ja, entonces por qué venís todos los jueves, ¿eh? –dijo Carlos moviendo la botella rota en el aire.
–Porque sí –afirmé yo, mientras trataba de marcar el número de la policía en el móvil sin que lo notara–, para tomarnos algo y echarnos unas risas, sin más.
–Claro, para reíros de mí, y cuando os hayáis divertido lo suficiente entonces me descubriréis ante todo el mundo.

Julio y yo nos miramos.
–Tío, no tenemos nada que descubrir, porque no sabemos que coño te pasa, joder, ni que llevaras una doble vida. ¿Qué pasa, que no quieres que contemos que te llevas folios de la ofi o qué? – dijo Julio.
–El LP –dije mirando a Carlos, no sé cómo no nos habíamos dado cuenta antes–. Tío, tú eres un habitual del LP. Ostras, no sé cómo no me di cuenta antes de que te conocía de algo.
– ¿Era eso? –dijo Julio con cara de asombro–, ¿no querías que le dijéramos al resto que te conocíamos de vista de una discoteca?, valiente tontería.
–Tontería lo será para ti, y como digas algo…

Carlos no terminó la frase. Se abalanzó sobre Julio cayendo encima de él y, según declararía más tarde, sin darse cuenta de que aún tenía en la mano la botella rota. Julio falleció unas horas más tarde, los médicos no pudieron parar la hemorragia que le produjo el corte en el cuello con el que Carlos trataba de acallar lo que para él era su terrible secreto.

Supongo que durante años hubo muchas cosas que nos unían, pese a aquellas que nos diferenciaban. O al menos así fue hasta que terminamos de hacernos mayores; unos más tarde que otros, algunos de forma más traumática.





No hay comentarios:

Publicar un comentario